En el mundo de hoy las religiones monoteístas cumplen una poderosa función política: servir como arma moralista y como herramienta del poder para la conservación del desigual orden existente.
La necesidad de creer en uno o varios dioses no es sólo un fenómeno cultural sino y sobre todo antropológico que tiene su base en la estructura del ser humano, lo mismo que el culto religioso como veneración y adoración a la divinidad. Todo esto merece todo nuestro profundo respeto. Pero la religión con frecuencia ha sido utilizada como arma del poder para someter a los pueblos, tal vez es en este sentido como habría que interpretar la famosa frase tomada por Marx: “la religión es el opio para el pueblo”.
En el mundo de hoy las religiones monoteístas cumplen una poderosa función política: servir como arma moralista y como herramienta del poder para la conservación del desigual orden existente. La religión sobre todo en sus formas más conservadoras es el soporte ideológico del fanatismo puritano y el símbolo de la rectitud de ciertos valores, en desmedro del pluralismo, la libertad, el libre albedrio y la tolerancia.
Para nuestro caso empecemos con la conquista de América cuando el papado romano había entregado a los Reyes Católicos el denominado Patronato Real, consistente en el derecho a intervenir en todo los asuntos eclesiásticos de los territorios conquistados, derecho que con la llegada de los Borbones se extendió a todo el poder civil. Durante la Colonia, mediante el patronato los gobernantes en estos territorios de ultramar tenían que remunerar el trabajo de los clérigos y construir las iglesias, lo que en la práctica convertía la Iglesia en subalterna del poder civil, poder que en la mayor parte de los casos se ejercía a través de los encomenderos de indios y más tarde, al desaparecer la encomienda, de los hacendados. Así el clero llegó a ser un instrumento de dominio de los hacendados para el manejo clientelista de la peonada, sistema dominante en los altiplanos del centro y sur del país, en los valles interandinos y en la región caribe. El caso antioqueño es diferente y será dejado para otra ocasión.
Durante el siglo XIX y hasta la mitad del siglo XX la Iglesia Católica y el Partido Conservador se aliaron contra los intentos modernizantes del Partido Liberal. A mediados del XIX los clérigos siguiendo las consignas del conservatismo ayudaran a frenar las transformaciones que impulsaban los liberales en pro de la laicización del Estado, la reforma educativa y la implementación del matrimonio civil y el divorcio. Esto conllevó a que la religión se convirtiera en la frontera política entre liberales y conservadores, y a que la educación y la familia se consolidaran como ámbitos monopolizados por la Iglesia.
En la era republicana la Iglesia Católica ha sido también protagónica en la construcción y regulación del orden social y político nacional. Su intervención ha sido significativa en la redacción de las distintas constituciones, en los procesos electorales y en los actuales debates morales que tienen que ver con la vida privada de las personas. La Iglesia en los últimos años, esto hay que reconocerlo y celebrarlo, ha demostrado cierta apertura aceptando el conflicto inherente a la política y facilitando la negociación con las fuerzas insurgentes de las Farc y ahora con el ELN.
Sin embargo, amparadas en la pluralidad que garantiza la Constitución del 91 han proliferado las iglesias cristianas, a tal punto que según el Consejo Evangélico de Colombia reúnen cerca de siete millones de fieles, tienen quince mil iglesias distribuidas por todo el país, cincuenta emisoras de alcance regional y diez mil pastores con gran capacidad de convocatoria. Estas comunidades fueron, en parte, utilizadas políticamente para el voto contra el Si en el Plebiscito por la Paz como rechazo a la ideología de género, campaña a la cual se unieron los sectores más conservadores del catolicismo. Esta fuerza política, que sigue intacta con toda la gran infraestructura logística atrás descrita, con seguridad será determinante en la elecciones del próximo año.
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Las democracias liberales, como la nuestra se precia de ser, no pueden exigir que los ciudadanos abandonen sus creencias religiosas para participar en política. Lo que si se exige es que en el ejercicio político se respeten las políticas públicas que promueven la tolerancia y el respecto por la vida privada de las personas. Las convicciones religiosas son exclusivas de nuestro fuero íntimo y no pueden ser utilizadas en el debate político, de otra manera estaríamos volviendo a encender las guerras religiosas del Siglo XIX, que creíamos superadas.