Revisión de una de las mejores películas de la historia, dirigida por Billy Wilder, por el escritor, periodista y maestro Reinaldo Spitaletta.
El apartamento, una comedia agridulce, una sátira contra el arribismo, una alegoría acerca de la soledad, es un filme que, con alto puntaje para alcanzar la calificación de perfecto, le dio a su director y coguionista, Billy Wilder, la categoría de maestro del cine. Estrenado en 1960, en plena Guerra Fría, cuando ya entre las dos superpotencias existía una áspera rivalidad en la carrera espacial, por ejemplo, se yergue como una obra de buen gusto, con extraordinarias actuaciones y un trasfondo crítico de una sociedad moralista y enajenada por el trabajo.
Ya para entonces en los Estados Unidos había quedado atrás, aunque no desaparecido del todo, el tiempo oscuro del macartismo y en la palestra política internacional ya se había gestado la Revolución cubana, que en la película va a tener su sentido y menciones fugaces, a través de un personaje de bar, una mujer de “vida alegre” que tiene a su marido en La Habana.
Y en uno de los países más moraloides, o, en otro sentido, hipócritas frente al sexo, ya en los cincuenta se había realizado una apertura en ese ámbito, en particular con la creación, en 1953, de la revista Playboy, de Hugh Hefner. Y también, para los días anteriores a su filmación, el espacio era atravesado por una nave rusa, el Sputnik II que llevaba a bordo a la perrita Laika. En una escena de El apartamento, la casera, la señora Lieberman, dueña del departamento de soltero que habita el protagonista, C. C. Baxter, un arribista solitario, una especie de perdedor, en un exterior del edificio, va a soltar un cuestionamiento, mediante una puya sobre el mal tiempo, que atribuye a “las porquerías que hacen en Cabo Cañaveral”, entonces plataforma de lanzamientos de las naves espaciales gringas.
En El apartamento, película de la que se puede decir que toda su producción es impecable, hay una metáfora de la soledad creada por un sistema que absorbe gran cantidad de mano de obra y mecaniza a los oficinistas. En Nueva York, en un edificio de una empresa de seguros en la que trabajan 31.259 personas, sucede buena parte de la historia escrita por Wilder y I.A.L. Diamond. Y en esa suerte de colmena humana, con una atiborrada presencia de empleados, estarán las dos piezas clave de esta comedia cuestionadora, de diálogos de antología: Baxter (Jack Lemmon y Fran Kubelik, la ascensorista (Shirley MacLaine).
Baxter, joven con aspiraciones de ascenso rápido, que habita en un apartamento cerca al Parque Central, y trabaja en el piso 19 de la compañía, se convertirá en una especie de Celestina que les presta las llaves a algunos de sus jefes para que puedan tener aventuras extraconyugales con empleadas y otras chicas conquistadas en lugares de la noche, a fin de obtener simpatías y, más que todo, la posibilidad de subir en la escala laboral. Y sus ojos de tipo bonachón, que encarna a un loser, se posarán en la dulce muchacha del ascensor que, aparte de su bonita cara y su mirada de melancolía, es una iletrada.
Pero de ella, la de la figura enamoradora, se “tragará” uno de los máximos jefes de la compañía, el señor Sheldrake, encarnado por Fred McMurray, un sujeto sin entrañas, duro, que después va a abandonar a su mujer para cambiarla por Fran. Y, a su vez, el “perdedor”, el tipo que por prestar su apartamento a veces debe esperar en las afueras del edificio y soportar las calamidades del mal tiempo, también pone sus ojos y sentimientos en la damita que todo el día sube y baja.
Con una banda musical encantadora, con una fotografía sin tacha, El apartamento, que hace reír, pero también impacta por sus aspectos dramáticos, es un tejido artístico, con actuaciones de lujo y enjuiciamiento social. Hay un actor secundario de enorme capacidad, el doctor Dreyfus, vecino de Baxter, representado por Jack Kruschen, que parece un chismoso (junto con su señora Mildred), pero que juega un rol clave en los momentos de mayor tensión de la obra.
Semejanzas que la engrandecen
Los jefes a los que Baxter les presta la llave le prometen intervenir ante el señor Sheldrake para que le otorguen un ascenso (no solo de empleo sino de piso) y la maraña de relaciones se va tornando tensa, como en un triángulo amoroso, atravesado por drama y humor negro. Baxter, que tiene intervenciones parecidas a las de Buster Keaton, pero, sobre todo, a las de Charles Chaplin, es un personaje con visos de aparente bobaliconada, pero, a su vez, con manifestaciones de inteligencia.
La película, en rigor una obra de arte, tiene algún momento parecido a Casablanca (la presencia de un pianista en un bar restaurante, que toca la misma pieza cada que entra la ascensorista) y hay en su lenguaje una ácida crítica al capitalismo (quizá recuerde, en otro sentido, a Tiempos modernos, de Chaplin), configurado en el comportamiento de algunos jefecitos que se creen dueños de la vida de sus subordinados, a los que tratan con indignidad y humillación.
La soledad de los empleados, quizá su anonimato de muchedumbre, en un amontonamiento laboral, da la sensación de enajenación, de automatismo. Se notan los procesos de la productividad y de la división del trabajo. Y tal vez, la celebración de los festejos navideños en la empresa, es la única opción de desbordamientos y oportunidades para la conquista sexual y la liberación del cuerpo, que ya no está apostado frente a un escritorio.
Sin embargo, la devoradora soledad la representa el protagonista, el del apartamento de soltero, que se siente a veces víctima del escarnio y la manipulación de sus jefes. Y que, tal vez por su timidez, mastica en silencio su amor imposible por la ascensorista, a la que descubrirá con melancolía que es amante del gran jefe.
En el filme, que no deja nada al azar, hay un entramado que mantiene alerta al espectador que, más allá de situaciones hilarantes, está sujeto a ciertas tristezas por lo que le sucede a Baxter. En una película en la que los primeros planos no abundan como sí los planos generales, algunos detalles tienen una profundidad y significados de relieve, como los del espejo roto de la ascensorista.
Hay frases de inteligente sentido práctico, como la pronunciada por Kubelik: “Si te enamoras de un casado no te pongas rimmel”, o el diálogo en el ascensor entre Fran y el resfriado Baxter, que lo pescó por estar afuera bajo el frío de la noche a la espera de que uno de sus jefecillos terminara con su emergente faena amorosa. El Apartamento alcanza cumbres insuperables en su fase final, cuando se celebra la Noche Vieja y habrá un desenlace inesperado y de emotivo impacto. La resolución, con instantes trágicos, del triángulo de amor, del divorcio del gran jefe de su esposa, de la salida a medianoche de la ascensorista que deja plantado a su amante Sheldrake para ir a encontrarse con Baxter, que ha hecho maletas para la mudanza y ya se encuentra sin trabajo.
Tal vez una de las más bellas escenas del cine está en esa parte, cuando los dos “perdedores”, sentados sobre un sofá, con olor y espumas chispeantes de champaña, toman un póker y ella le dice al animoso Baxter que se calle y reparta las cartas. Un final de enorme sensibilidad y rico en insinuaciones.
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La gran obra de un maestro
El apartamento, para los que gustan de los tops y clasificaciones, puede estar entre las diez mejores películas de la historia del cine. Obtuvo los Oscar de mejor película, director, guion original, dirección artística y montaje, y estuvo nominado a los de actriz (Shirley MacLaine), actor (Jack Lemmon), actor secundario (Jack Kruschen), fotografía en blanco y negro y sonido.
Wilder, austríaco, de ascendencia judía, es uno de los más talentosos directores de la historia cinematográfica. Trabajó como periodista en su país natal y en Alemania. A la llegada del nazismo, se fue a Francia y luego a Estados Unidos. Su mamá murió en el campo de concentración de Auschwitz.
El apartamento es un filme al que siempre hay que volver. En su concepción magnífica, con críticas a las relaciones de poder y a las imposturas, hay una poderosa manera de las conexiones humanas, de alta y baja estofa, en un mundo de competencias y rivalidades, en el que, casi siempre, el hombre es apenas un tornillo o una arandela de los procesos de mecanización y de altas ganancias para los dueños de las corporaciones.
Es un alegato contra el puritanismo, la masificación y la vida gris de tantos oficinistas, metamorfoseados en seres automatizados y que no conocen la solidaridad. Entre sus elementos simbólicos, las llaves del apartamento pueden ser la representación de la esclavitud y humillación del hombre que trabaja, degradándose, ante la esperanza de obtener una posición de más rango.
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Esta película de Wilder es un referente inevitable de buen cine, de refinada comedia con acento crítico y de la ironía. El director y guionista, que murió a los 95 años, se puede retratar con una frase que recordaba el escritor Manuel Vincent: “Más allá de Auschwitz, a este mundo ha venido uno a divertirse y a empujar con la yema del dedo la aceituna hacia el fondo del martini mientras resumes el mundo y la existencia con una frase feliz: Fuck you.”.