Basta repasar las llamadas “Guerras civiles” para darse cuenta de los extremos de maldad a que se puede llegar cuando los políticos imponen sus intereses por encima del respeto debido a la vida de cada ser humano.
Inevitablemente todo parece llevarnos a aceptar que la política nos rodea y sobre todo nos compromete y que hasta el anacoreta que se ha escapado a un remoto monte termina por aceptar que si tala un árbol o contamina un arroyo está “atentando contra el medio ambiente” o sea cometiendo el mayor de los pecados públicos. Podemos dedicarnos a leer los textos de cualquier gran pensador para en seguida darnos cuenta que esas lecciones morales nada tienen que ver con la discreta vida a que estamos sometidos por teorías económicas al uso de cualquier ministro nombrado no por sus méritos sino por las componendas de algunos politiqueros apoderados de las instituciones desde las cuales insólitamente pregonan que representan los intereses de los ciudadanos o lo que es el colmo que “están representando los intereses de la patria”. Entonces ¿votamos por ellos por puro masoquismo o como una manera de hacer presente nuestro más irónico sentido de la extrañeza? Mis experiencias de lo que supone la política se localizan más de medio siglo atrás al detectar no los efectos positivos de ésta sobre la vida social sino la persistencia del odio desatado por líderes desalmados. Basta repasar las llamadas “Guerras civiles” para darse cuenta de los extremos de maldad a que se puede llegar cuando los políticos imponen sus intereses por encima del respeto debido a la vida de cada ser humano. Desde la infancia esto marcó mi anhelo de lograr alcanzar lo que mi papá me recordaba siempre: crecer en el respeto a las opiniones contrarias para no caer en la vulgaridad propia del fanatismo pero, paradójicamente, la tolerancia sigue siendo la virtud que el fanatismo considera una debilidad inaceptable. Todavía en esa época oscura y bárbara nos iluminaba el magisterio de algunos grandes humanistas recordándonos la defensa de los grandes ideales de la civilización. Por lo tanto la cultura de la libertad en la cual me crie supuso la voluntad de ir creando frente a situaciones políticamente difíciles, la capacidad de elegir por mí mismo una respuesta en lugar de integrarme a la masa vociferante para eludir toda responsabilidad ética.
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Mi generación aquí y en España conoció los espejismos de la revolución pero de inmediato también las mentiras del totalitarismo, la tradición del Humanismo Occidental me ilustró sobre lo que suponen el horror y la mentira de esas engañosas promesas para tener el valor de denunciar sin vacilación alguna los crudas falacias de los falsos redentores de las clases oprimidas, una tarea de pensamiento crítico a la cual, sin embargo, se me ha contestado no con los debidos argumentos sino con la difamación, el silenciamiento de mi obra por parte de la Intelligentsia a sueldo de sus organizaciones. Ver en Iván Duque la figura necesaria para responder a las argucias de los violentos disfrazados de demócratas y emprender el camino de la reconstrucción de un país devastado por la corrupción oficial y el narcotráfico, fue una decisión racional y una demostración de mi libertad intelectual y no mi contemporización con aquella clase política que ha degradado la tarea de servir a la ciudadanía y a cuyas prebendas curiosamente se acogen muchos de estos torquemadas revolucionarios. Crecer dentro del totalitarismo y hoy tratar de aceptar las reglas de la democracia no es un propósito fácil para quienes nacieron acostumbrados a la servidumbre.
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