Crónica con cineclub y la proyección de Octubre, de Serguei Eisenstein.
A Octubre, una película de un ruso que primero estudió el Renacimiento italiano y luego se dejó picar por el mosquito del teatro, la vimos en noviembre, porque se trataba de conmemorar (o celebrar, según como se mire) los cien años de la Revolución Bolchevique, y los noventa de la aparición del filme de Serguei Eisenstein, que solo se pudo estrenar en 1928 y no, como se tenía previsto, para el primer decenio de la revolución de 1917.
En el pequeño espacio se acomodaron más de veinte espectadores para observar (muchos de ellos para volver a ver) una película con una carga simbólica tremenda, que muestra aspectos de la caída del régimen provisional de Kerenski, la llegada de Lenin a Rusia, recibido por una enorme manifestación de seguidores, que lo ovacionaron, y el desmoronamiento total del zarismo.
El cineclub Huellas de Cine, del Centro de Historia de Bello, programó la proyección, el 4 de noviembre, como una manera de revivir aspectos de un hecho que conmovió al mundo y se erigió como un hito de las revoluciones sociales y políticas.
Ver otra vez una película de los tiempos del cine silente, a la que Shostakovich le compuso a posteriori una música extraordinaria, era acercarse a una suerte de arqueología cinematográfica, y compenetrarse, en medio de las masas rusas, de los primeros planos, de las metáforas tan caras al gran director, con un acontecimiento de relieve. Octubre, que sufrió diversos cortes por la puja interna que se suscitó en la dirigencia revolucionaria, es, además de una efeméride, una muestra del talento de Einsenstein y de sus cualidades para el montaje.
La copia original, con 3.800 metros, fue amputada por la injerencia de los líderes bolcheviques. Al director le correspondió cercenar más de un kilómetro de película, porque había que excluir de todos los fotogramas la presencia de León Trotski, al que, además, el director quería hacerle una especie de reconocimiento.
Y aun con la “capada”, el filme logra momentos cumbre de emotividad y estética. Los espectadores de ese día, alentados además por la apropiada banda sonora, parecían hipnotizados por las imágenes en las que la masa (un concepto que se ha transformado en el siglo XX y en lo que va del presente) es protagonista. Sin ser quizá su mejor filme (El acorazado Potemkin, estrenada en 1925, es, para críticos y espectadores no tan norteamericanizados, la mejor película de todos los tiempos), Octubre es el testimonio de la sensibilidad y arte de Einsenstein.
Es una delicia visual. Un concierto de imágenes. Una orgía de expresiones fisonómicas mezcladas con cañonazos, manifestaciones populares y paralelismos simbólicos, como el de Kerenski con una imagen de Napoleón, o el de una gigantesca lámpara de araña del Palacio de Invierno, en pleno temblor, que sugiere la caída de los poderes zaristas y burgueses.
Así lo expresaron los espectadores, al final de la presentación, que hablaron, unos, de Lenin y de su interpretación apropiada de las condiciones del momento para dar el asalto final; otros, de la conversión de una revolución burguesa (la de principios de 1917) en una de carácter socialista. Pero casi todos se refirieron a la estética de un director que, cuando leyó, por ejemplo, el ensayo de Freud sobre un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, transformó sus aspiraciones de ser ingeniero para convertirse en un esteta y un hombre dedicado a las bellas artes.
La película, cuyo principio épico muestra el derribamiento de una enorme estatua del zar (que después retorna sola al pedestal tras la toma del poder por Kerenski), es, si así se quiere interpretar, una consecuencia de la consigna que Lenin lanzó en 1922: “de todas las artes, el cine es para nosotros la más importante”. Pero, además, una huella del genio de un joven, de ascendencia judeoalemana, que hizo sus primeros pinos en la plástica con el dibujo y la pintura, y luego, bajo el influjo del gran movimiento teatral ruso, con las teorías de Meyerhold.
Einsenstein, a quien el circo también le alimentó sus concepciones artísticas, antes de su primera obra cinematográfica (La huelga), montó un espectáculo teatral llamado Máscaras de gas, que tuvo como escenario una genuina fábrica de gas de Moscú. El historiador Román Gubern dijo de Octubre: “La película vale, en definitiva, por su inmenso esfuerzo de inventiva visual y, a pesar de girar en torno a personalidades históricas tan decisivas como Lenin y Kerenski, seguía siendo fundamentalmente una película de masas, como la obra anterior de Einsenstein”.
El cineasta ruso, que creó la secuencia más célebre de la historia del cine, la de las escalas de Odessa, imitada y homenajeada hasta la saciedad, tras sus experiencias en la Unión Soviética, hará por fuera de su tierra otras películas (como la inacabada Que viva México). En Estados Unidos sufrió diversos rechazos y vituperios, por su procedencia e ideas artísticas revolucionarias. Se le llegó a denominar “Einsenstein, ese perro rojo”. Allí no pudo filmar ninguna obra.
En Rusia retorna al cine con Iván el terrible y Alexander Nevsky (con banda sonora de Prokofiev), con la que se hace acreedor al Premio Stalin, pero, ante tantas injerencias de la burocracia comunista en sus proyectos, se dedica luego a la enseñanza y a escribir varios libros de teoría cinematográfica, como La forma en el cine y Reflexiones de un cineasta. Nació en Letonia en 1898 y murió en Moscú en 1948.
A Octubre la volvimos a ver, esta vez en noviembre, en una oficina, con un público que se estrechaba en el pequeño espacio de una organización dedicada a la investigación de historia local. Al final alguien recordó que la Revolución de Octubre (que así corresponde al calendario juliano, vigente entonces en el imperio zarista) fue en noviembre, por las gracias del calendario gregoriano, al cual se acogieron Lenin y su partido.