Colombia tiene que liderar una nueva política antidrogas, porque ha de entender que están agotadas las capacidades humanas, sociales, económicas e institucionales para iniciar una nueva guerra contra los tenebrosos carteles de la coca.
Cuando Juan Manuel Santos entregue la Presidencia de la República, Colombia habrá recuperado un liderato que había perdido gracias a grandes esfuerzos, y mucho dolor: el de la producción mundial de cocaína, condición que conlleva al crecimiento y mayor violencia de las organizaciones criminales, así como a la corrupción generalizada de los poderes públicos y la actividad política.
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Ese vergonzoso primer lugar en hectáreas sembradas de cultivos ilícitos y producción de cocaína, que se comercializa en alianzas con los carteles mexicanos, fue recuperado gracias a decisiones adoptadas por el gobierno Santos. Las de terminar con la fumigación de cultivos ilícitos, aduciendo razones de salud que no reconoce para aspersiones de otros productos; declarar el narcotráfico del principal cartel del país, las Farc, como delito conexo al político, y no exigir a esa organización la entrega de rutas y aliados del negocio, gasolina y principal razón de ser de su actividad criminal. Con estas llegaron las ineficiencias notorias en la sustitución de cultivos ilícitos, las confusiones legales en materia de dosis personal y la ausencia de políticas preventivas y educativas sobre el consumo de sustancias sicoactivas, urgente para un país en tránsito a convertirse en gran consumidor y, consecuentemente, en víctima directa del criminal microtráfico.
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Estos hechos quedan como registro histórico de concesiones que no hicieron justicia a los ciudadanos que durante los últimos 40 años consagraron sus vidas a contener la amenaza de los barones de la droga, culpables de la violencia por el control del negocio, incluida la propiedad o dominio sobre la tierra, y contra quienes lo combatieron, así como promotores de la corrupción y la cultura mafiosa que extendieron sus tentáculos desde el narcotráfico a todos los sectores de la vida nacional. Y están allí como realidades que exigen redefinir el camino trazado por el mundo, y aceptado por Colombia, desde los albores de los años 70.
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En su intervención en la Cumbre de paz promovida por la Secretaría General de Naciones Unidas, el presidente Juan Manuel Santos volvió a proponer al mundo, como lo había hecho hace cinco años, que se atreva a redefinir la guerra contra las drogas. No es menor que lo haga en calidad de presidente de un país que hoy está perdiendo esa batalla y no, como antes ocurrió, con la autoridad moral que le daba ser personero de la sociedad más valiente y decidida a no dejarse vencer por el jugoso negocio de la cocaína, producto con precios inflados desde el inicio de la cadena productiva, en virtud de la prohibición.
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A pesar de la debilidad del orador, que impondrá costos a sus posibilidades de convencer, la tesis de frenar la lucha es razonable, casi necesaria, como aquí lo habíamos reconocido, y hoy, especialmente, para Colombia. Esto, dados los costos en vidas humanas, desarrollo socioeconómico y mayor debilitamiento de la institucionalidad democrática que acarrearía emprender una nueva guerra contra la producción de drogas cuando los carteles, como pasó con las Farc y las Auc, aspiran a ser sujetos de negociación política o jurídica y obtener importantes gabelas, sin por ello ser obligados, al menos, a cesar sus vínculos con el negocio del narcotráfico. Por eso, y a pesar de tener autoridad debilitada para iniciar la campaña, al presidente Santos le asiste razón cuando reclama de la comunidad de naciones reconocer que debe cambiar la estrategia porque ?la estrategia basada exclusivamente en la prohibición y la represión solo ha generado más muertos, más presos y más organizaciones criminales más peligrosas?.