Tuvieron que ir hasta México para traer un obispo un poco especial que aceptara prestarse a la nueva farsa, dirigida por las Farc, contra la Iglesia Católica.
Después de que las Farc proyectaran su símbolo de guerra, el de la rosa y la estrella roja, sobre la catedral primada de Bogotá, después de hacerlo sobre el Capitolio nacional, sede del poder legislativo, en la noche del pasado 1 de septiembre, el movimiento narco-subversivo montó un mitin callejero en la capital del país al que trató de darle visos de “acto litúrgico” con el objetivo de mostrar a la Iglesia Católica de Colombia como autora de fechorías y crímenes horribles “contra los más pobres” y, en consecuencia, como impulsora “del conflicto”.
Horas antes de la visita del papa a Colombia, ese acto público, ingeniado por el jesuita Javier Giraldo, tuvo el carácter de un tribunal revolucionario, como el que los maoístas montaban en China durante la llamada “revolución cultural”: fue diseñado para crear un ambiente de confusión y miedo en la opinión pública para que acepte dentro de poco, como algo perfectamente natural, los nuevos golpes que las Farc preparan contra la Iglesia en vista de que los católicos, y otras confesiones religiosas, están mostrándose cada vez más activos en la defensa del sistema democrático del país, que el gobierno de Santos y las Farc intentan destruir con el falso “proceso de paz”.
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El obispo que presidió semejante aquelarre, donde los promotores dijeron que la iglesia católica colombiana había “traicionado a Jesús” y “contribuido a la exacerbación de la violencia”, se llama José Raúl Vera, obispo de una ciudad menor mexicana. El hombre es conocido allá por su temperamento exaltado y populista, menos interesado por la religión que por la fiesta, el baile, incluso dentro de su iglesia y, sobre todo, por la propaganda marxista. En México, el obispo Vera tiene un pesado historial de acción política al lado de la guerrilla de Chiapas y como uno de los últimos emisarios de la trasnochada “teología de la liberación”.
El periodista Emiliano Ruiz Parra, en la revista Gatopardo, cuenta que Raúl Vera López, obispo de Saltillo, “canta mambos, celebra misa con prostitutas, denuncia santos falsos, acoge a la comunidad homosexual y piensa que la salvación en el Cielo no es posible sin la liberación en la Tierra”. El obispo, aunque hizo estudios de teología en Bolonia en su juventud, predica sin sonrojarse que el comunismo es “compartir la riqueza”, que Marx es (sic) muy “acertado en lo económico” y que el “imperialismo estadounidense oprime y empobrece a sus vecinos”.
Según la agencia católica Aciprensa, el obispo Vera es pro-abortista y se burla tanto de la Biblia, al equipararla con el texto de leyendas mayas Popol Vuh, como de la enseñanza del Catecismo católico sobre la homosexualidad. Estima que Jesús era “un líder que enfrentó al poder político y económico de su tiempo”. Su desfachatez va más lejos. Como cree que tiene la verdad revelada, acusa a las conferencias episcopales de Puebla en 1979 y de Aparecida en 2007 de haber “revisado el Evangelio”, y agrega que el actual Papa, cuando sólo era el cardenal Jorge Mario Bergoglio, fue uno de los autores de esas “alteraciones”.
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Este curioso personaje fue el que durante el acto en Bogotá, en el atrio de la iglesia del Voto Nacional, ante cabecillas del Partido Comunista y otros activistas, pidió “perdón por los crímenes” que la Iglesia de Colombia habría cometido, según él, en calidad de “cómplice de conductas sistemáticas de los poderes que nos rigen”.
Sin contar con el respaldo de las autoridades eclesiásticas colombianas, Vera leyó un texto que, en un aparte, dice: “Queremos pedir perdón, primero que todo a Dios, cuyo nombre y mensaje hemos deshonrado y manchado; luego a todas las víctimas de esa violencia, así sea en muchos casos sólo a su memoria puesto que ya fueron eliminadas”. Vera reiteró que pedía perdón “al país que aún sufre las secuelas o prolongaciones de esa violencia, sobre todo en sus capas sociales más excluidas, oprimidas y victimizadas”.
Desde luego, según Vera, la “violencia” en Colombia fue desatada por la Iglesia católica, por la “burguesía”, el Estado y los militares. Sobre la iniciativa de la guerrilla comunista al lanzar su agresión de seis décadas contra Colombia, ésta no fue nombrada ni una sola vez en el mitin.
Un diario escribió que otro religioso, Alberto Franco, aseguró que ese papel era una carta que había sido firmada “por más de mil personas” que decidieron “reconocer que miembros de la Iglesia han tenido responsabilidad en crímenes que vienen del pasado por pensamientos, palabras y obras".
Para armar su diatriba, los autores del libelo tuvieron que remontar hasta las guerras civiles del siglo XIX, donde descubrieron que la gran atrocidad de la Iglesia había sido “excomulgar comunistas”. Respecto de la época actual aducen que hubo “la participación de sacerdotes con paramilitares”.
Las descripciones de la prensa muestran que todo eso fue montado para que la ciudadanía acepte como algo lógico y justo el traslado de los sacerdotes y obispos que combaten tales embustes ante los jueces de la Jep (justicia de las Farc).
Gloria Gaitán, gran amiga del ex dictador Hugo Chávez a pesar de ser la hija de Jorge Eliécer Gaitán, asesinado el 9 de abril de 1948 por pistoleros comunistas, habló de un supuesto “genocidio al movimiento gaitanista” y acusó a la Iglesia católica de haber participado en eso. No menos delirante, Carlos Medina Gallego, historiador oficioso del PCC, eructó que “desde los púlpitos se utilizó la palabra para atizar la violencia entre liberales y conservadores” y que “hay muchos sacerdotes que han participado desde el lado de grandes gamonales en la persecución de los pobres”.
Inútil preguntarse si en ese acto pendenciero hubo críticas a la acción de los curas que colgaron los hábitos y tomaron las armas para matar y secuestrar colombianos, como Camilo Torres Restrepo, Domingo Laín y el brutal cura Pérez, quien llegara a ser jefe máximo del Eln. Tampoco dijeron una palabra sobre los asesinatos, torturas y amenazas cometidos por las Farc y el Eln contra cientos de sacerdotes y prelados de la iglesia, entre ellos monseñor Isaías Duarte Cancino, arzobispo de Cali, asesinado el 16 de marzo de 2002 por orden de alias Mono Jojoy y alias Catatumbo, hoy flamante “negociador de paz”. Tampoco nadie evocó el caso de monseñor Jesús Emilio Jaramillo, torturado y asesinado el 2 de octubre de 1989 por el frente Domingo Laín, del Eln, en Arauca. El Vaticano ha dicho que monseñor Jaramillo podría ser beatificado durante la visita del Papa Francisco a Colombia. Nadie recordó ese horrendo episodio ni el hecho de que las Farc y el Eln, en todos los lugares donde ellos azotan a la población con su barbarie, prohíben la labor pastoral de religiosos católicos y protestantes, salvo de aquellos que se someten a sus dictados heréticos.
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De esa dolorosa realidad el estrafalario obispo José Raúl Vera no quiere saber nada. Como tampoco quiere saber la activista indigenista Marce Mejía, quien acusó a la Iglesia, según El Espectador, de haber “utilizado el evangelio, desde hace siglos”, para “desaparecer las tradiciones de los pueblos ancestrales del país”. Esperemos que patrañas de ese calibre y tribunales callejeros tan odiosos como ilegales sean denunciados muy pronto por los candidatos presidenciales, por la prensa y por los historiadores de la religión en Colombia, si los hay. ¿Sería mucho pedir que la alcaldía de Bogotá investigue antes de autorizar eventos subversivos en la Plaza de Bolívar, como el del 1 de septiembre, donde las Farc proyectaron símbolos del terror sobre la catedral primada y sobre el Congreso de Colombia como un anuncio de lo que se viene?