El truco de sumarle a la ampliación a 5 años del período presidencial una ampliación igual para los actuales congresistas, haría aparecer todos los cambios, aún los buenos, como comprados al Parlamento
Sin entrar a calificar la bondad o inconveniencia de la reforma constitucional propuesta por el ministro Cristo, pienso que frente al total desbarajuste de la institucionalidad colombiana (agravado por la corrupción rampante, a la que no escapa ninguna de las reparticiones o ramas del poder) tal reforma, de acogerse, sería irrelevante, por no corregir de veras ninguna de sus grandes fallas. Pues por ser estructurales y no de circunstancia, mal podrían corregirse por separado, disociadas unas de otras, sino en bloque, pues ellas se retroalimentan entre sí. Pañitos de agua tibia o curas parciales que recibieren, no harían más que acentuar tales fallas y desafiar la paciencia ciudadana. No olvidemos que la corrupción obra como un todo, abarcado el sector privado que la mueve con sus coimas, y que peca tanto quien las recibe como quien las ofrece.
El mal que a vuelapluma bosquejamos es endémico, como si Colombia estuviera fosilizada. Aludimos no solo a los cambios aparentes, saltuarios, que suele hacérsele a nuestro ordenamiento en uno cualquiera de sus flancos, y que con el tiempo resultan inocuos. Hablamos también de las enmiendas globales, de fondo, que implican una sustitución integral de la Carta, y que tampoco dejan los frutos esperados. Verbigracia, la ampulosa Constitución del 91, sobrecargada de nobles propósitos imposibles de cumplir dadas las trabas y deformaciones congénitas de nuestra sociedad. Texto plagado de errores y vacíos que ahora se pretende subsanar, según se rumorea, escucha y lee entre los entendidos. Subsanar el cual responde a un clamor creciente en la comunidad, a menudo distorsionado o asordinado.
Cuando no son suficientes entonces las reformas prometidas o ya promulgadas, son fragmentarias, circunscritas a un solo aspecto de la crisis, como los múltiples y repetidos retoques a la justicia intentados o implantados en los últimos lustros y que, o bien se abortan, o bien nacen condenados al fracaso porque atacan apenas parte de la enfermedad general que nos aflige. La cual cabría definir como una crisis orgánica, esencial del Estado, derivada en parte de nuestro conflicto interno (que tan caro nos ha salido en términos de desarrollo) y en parte también de una sociedad dispareja como ninguna en el continente, la cual poco o nada se ocupa de mitigar sus ancestrales, escandalosas inequidades.
Pero además yo me pregunto: ¿esa reforma judicial, por ejemplo, que tanto se reclama, de qué serviría si en paralelo no se erradican los vicios del sistema electoral, del aparato legislativo y los órganos de control en lo nacional y territorial? Comprendida por supuesto la limpieza al poder ejecutivo, una monarquía sin trono, pero con solio desde los tiempos del Libertador, quien tampoco pudo librarse de la tentación de ser monarca él mismo, así fuera en la lejana Bolivia.
Si el proyecto de Cristo es efectivo y no apenas un distractor para desviar la atención nacional, hoy centrada en tanto escándalo, y demorar así el desenlace populista que se le pronostica a ésta falta de fe en el Establecimiento y sus élites viejas y nuevas, si la propuesta de Cristo es valedera y sincera, digo, aunque cristalice nacerá viciada y sin autoridad por haberla ligado, como al parecer se pretende, al fast track o “vía rápida” que se adoptó solo para implementar el acuerdo con las Farc. Además, el truco de sumarle a la ampliación a 5 años del período presidencial una ampliación igual para los actuales congresistas, haría aparecer todos los cambios, aún los buenos, como comprados al Parlamento. Mucho ojo, pues nada más grotesco y contraproducente ahora que una transacción semejante, o su mera apariencia.