Tomar las riendas de nuestra propia existencia es dejarla de ver como enajenación, destino o desmesurada tarea que nos excede
La devastación individual y colectiva radica en que hemos perdido la conciencia del mal. En palabras del poeta Robert Frost nos demoramos en ver el origen de la dentellada y la forma como la mordedura y lo mordido hacen parte de los mismos pliegues de nuestro ser: “Todo lo que reprimimos nos debilita hasta el momento en que descubrimos que también constituía una parte de nosotros mismos”.
Las grandes tradiciones sapienciales de la humanidad están en gran medida centradas en esa realidad. Es una profunda y reveladora coincidencia que respondan con propuestas análogas y no es atrevido resumirlas diciendo que estamos en un proceso de crecimiento que requiere inexorablemente la ampliación de la conciencia o de lo contrario continuaremos repitiendo los errores en un ciclo que se puede también calificar como diabólico.
El psicoanálisis, una estrategia de conocimiento del alma que bordea y trata de inscribirse en el esfuerzo del conocimiento objetivo, relaciona precisamente lo diabólico con lo reprimido que menciona Frost. No se separa el psicoanálisis de las tradiciones sapienciales y de la mitología por valerse de las metáforas que proporcionan Eros y Thánatos; pero esa no es debilidad sino potencia comprensiva. En el caso de la vertiente arquetipal el campo se enriquece con el reconocimiento de Hermes y sus hijos y otras figuras como la de Dionisio que fue precisamente la que le permitió a Nietzsche emprender una de las más profundas críticas a la cultura occidental.
Pero no estamos en tareas distintas como seres humanos que en reconocer el fondo de las execraciones. La línea que divide el bien y el mal está albergada en el alma, en el corazón mismo del ser humano y por ello encarcelar, aislar, expulsar son tan inútiles como señalar, sindicar o culpabilizar. Es que somos expertos en ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio. Quizás el arte de la proyección sea el fondo psíquico del cine y casi todo el arte contemporáneo y el servicio que le presta el arte en general a la humanidad es ese poner en escena el drama desgarrador de la aventura humana.
Una estrategia valiosa la pone en acción el arte con eso oscuro que nos devora, pero hay una pata coja en esa manera del artificio pues nos ha impedido ver que seguimos atados al destino como algo inexorable. Tomar las riendas de nuestra propia existencia es dejarla de ver como enajenación, destino o desmesurada tarea que nos excede. Cuando hacemos el inventario de nuestro desastre podemos tender a pensar que no hay salida, que es la dimensión de la crisis tan descomunal que no hay poder humano para resolverla. El pesimismo se nutre de la forma implacable como lo reprimido retorna alimentado de fuerzas poderosas. Y ahí la tentación de muchos que tienen el espíritu alerta es retirarse, aislarse y eso pasa con los que conservan algo de fuerza vital y poder cognitivo; lo más se debilitan en la batalla y prefieren entregarse, arriar las velas y dejar de luchar para lograr un poco de calma en el dolor y el desgarramiento y asumen su destino precisamente como inexorable y fatal.
Frente y al fondo de las crisis ambiental que destruye la casa grande y frente a la crisis humanitaria que desgarra a la especie está la debacle humana que se supera en cada uno y como especie cuando afrontamos la ampliación de conciencia como tarea inmediata e impostergable.