La democracia incuba sus peligros

Autor: Fabio Humberto Giraldo Jiménez
5 noviembre de 2018 - 09:04 PM

Los peligros más grandes de la democracia moderna no proceden de enemigos externos sino de su propio funcionamiento. La ineficacia de su democracia social y el rompimiento del sistema de separación de poderes. En ese contexto se explica la apoteosis electoral de los líderes populistas

En la parte fundamental de las constituciones contemporáneas se han ampliado los fines altruistas del estado en cuanto a calidad y cobertura; la carta de derechos contiene tres generaciones de derechos que garantizan tanto la democracia política como la social y, aún más, está en proceso de reconocimiento una cuarta generación de derechos relacionada por una parte con la biótica (la naturaleza en general) y por otra con una nueva revolución industrial que presagia la desintegración de las fronteras entre lo físico, lo digital, lo biológico y lo político. Pero frente a la avaricia egoísta, la democracia social se mueve entre la postal de la utopía que está escrita en las constituciones y el mustio collado de la distopía en el que está asentada la realidad, así sea consuelo para algunos “económetras” que la pobreza de hoy sea menos miserable, es decir, más “llevadera”, más fácil de soportar, más humanizada, más sofisticada, más light y más chic solo porque los lázaros de la Dian no le mendigan a Epulón, no cocinan con leña, ni le piden prestado al vecino el “huesito sustancioso” y pueden pagar IVA.

Vea también: Pobreza y política

Y en su parte orgánica el constitucionalismo actual también establece límites y controles para el ejercicio de las distintas funciones de gobierno del estado. Y uno de esos mecanismos, el más importante, es el sistema de pesos y contrapesos puesto en obra en la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial ejercidos por órganos distintos por sus funciones, autónomos por sus decisiones aforadas e independientes por su desvinculación de intereses mutuos. Se entiende que la diferencia, la autonomía y la independencia están limitadas a su vez por el fin último del estado y que por ello existe un organismo definitorio en caso de disputa. El gran ideólogo de la  separación de los tres poderes clásicos, Montesquieu, la concibió como una forma de que “el poder controle al poder” ejerciendo vigilancia recíproca para evitar predominios, excesos y ambiciones dada la natural disposición del hombre y de las organizaciones con poder a abusar de su ejercicio y a enviciarse de sus canonjías y embelecos.

Pero aparte de la mermelada, de los cupos indicativos, del reparto burocrático que son prácticas consuetudinarias de cooptación que bordean la legalidad, aparte de la corrupción que convierte al parlamento en un estrado judicial  y a organismos judiciales en subasta de reos, hay muchas advertencias sobre dos fenómenos que son característicos de las democracias modernas y que eventualmente las ponen en peligro. De una parte está la inmensa concentración de poder en el ejecutivo, tanto en los regímenes presidencialistas como en los parlamentarios y cómo esa concentración pone en peligro la independencia y la separación de poderes. Y de otra parte ya hay también muchas advertencias sobre la relación de éste con el fenómeno político de la apoteosis electoral de líderes que sobrepujan el poder de los partidos políticos, canalizando a través de las nuevas e ilimitadas tecnologías de comunicación ideologemas estratégicamente diseñados para inducir con engaños a electorados sensibles y prometer con argucia soluciones eficaces que la democracia procedimental estorba por la diferencia, autonomía e independencia de poderes; de líderes que frente a la urgencia terminan gobernando en “modo electoral”  y que  frente al dilema entre eficiencia y control, terminan huyendo de los controles abriendo un boquete para consecuencias antidemocráticas. No otro es el fenómeno de los populismos de izquierdas y de derechas que entran por la puerta grande de la democracia y terminan abandonándola en un desolado.

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Y también estamos advertidos que los líderes electorales, fiel copia de los tele-predicadores, también suelen ser consuetas o apuntadores de teatro de quienes fungen como ejecutivos gubernamentales.

 

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