Cada arma que se entregue, cada munición que no se dispare, será un abono en la construcción de la paz, pero no se puede esperar que de la noche a la mañana vivamos en un paraíso y no tengamos contradicciones.
Tal vez el sueño nacional más expresado haya sido el deseo de paz. En los últimos 53 años esa ilusión se concentró en la idea de que las Farc dejaran las armas y desaparecieran como grupo armado. Sin embargo, esta semana cuando se hizo la primera entrega televisada, con lo que quedaron en poder de Naciones Unidas el 60% de los elementos bélicos de esa guerrilla, se escucharon más dudas y críticas al proceso que celebración del hecho que supuestamente anhelábamos.
El compromiso es que, la semana entrante, quedarán en manos de la ONU todas las armas de las Farc. Un evento que seguramente no convocará la emoción nacional de un partido de la selección de fútbol; muy distante además de la esperanza que motivaron las desmovilizaciones de grupos de izquierda o de derecha en el pasado. Otra era la mirada con la dejación de armas del M19, con la desmovilización de las milicias urbanas, del EPL o aún de los grupos paramilitares. Ningún proceso tuvo tanta desconfianza o tanta crítica como éste, que se suponía era el más esperado. Y no es que el desapego tenga que ver con la saturación de acuerdos similares y que entonces ya estemos acostumbrados. Más bien obedece a la incapacidad de generar confianza de quienes suscriben el acuerdo y la capacidad de provocar inquietud de quienes lo critican.
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Con los bemoles normales de cualquier proceso, es claro que el grueso de los acuerdos de paz y desmovilizaciones que ha vivido el país en las últimas décadas ha funcionado. La esperanza que sembró el M19 no fue vana. El país reconoce hoy su compromiso con la paz y el aporte a la democracia, después de hechos tan trágicos como la toma del Palacio de Justicia, les ha permitido a sus desmovilizados participar de la vida política y administrativa. Pero la diferencia sustancial entre ese proceso y éste reposa en la cosecha de lo que se siembra. Las Farc sembraron miedo y desconfianza y poco han hecho para tender caminos de certidumbre. De hecho, la primera entrega de armas no se hizo visible aunque sí fue certificada por la ONU y a pesar de que ha habido algunos actos de perdón, carecen de una figura carismática o empática que genere cercanía y ayude a tejer esperanza.
A ello se suma la severa crítica de quienes con legítimo derecho se sienten víctimas de las Farc y de un gobierno por el que se creen traicionados. Tal vez en el empeño por desacreditar el proceso el mejor aliado que han tenido son precisamente quienes lo defienden. Un acuerdo que, como todos, tendrá vacíos y dejará dolores. Pero que a juzgar por los avances y por las historias anteriores, sacará del escenario político la confrontación armada, específicamente con esa guerrilla. Cada arma que se entregue, cada munición que no se dispare, será un abono en la construcción de la paz, pero no se puede esperar que de la noche a la mañana vivamos en un paraíso y no tengamos contradicciones.
Así como en la democracia no puede haber discusiones vedadas, ningún acuerdo, ningún proceso, puede estar prohibido para el escrutinio público. Ojalá que el análisis cada vez esté más lleno de argumentos y de hechos reales que de ideologías, preconceptos y temores; pero si no es así, también se vale. Es preferible la expresión de la violencia en las palabras que en los hechos. Parte de vivir en sociedad es aceptar que existen puntos de no retorno, desencuentros perennes y visiones de mundo contrarias; pero aceptar también que ello no justifica acabar con la vida de otro, y que criticar una idea no tiene que ser atacar a quien la expresa.
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En el difícil arte de encontrar la justa medida, es importante celebrar la dejación de armas y cultivar la esperanza de que quienes las empuñaron empezarán a respetar la vida y que el Estado sea capaz de protegerles la suya. Si nos ponemos de acuerdo en que la vida es el valor supremo e innegociable, todo lo demás será tolerable. Un compromiso urgente porque el arma más letal sin duda es la mente humana, capaz de convertir cualquier cosa, una quijada de burro o un automóvil, en arma mortal. Pero capaz también de crear poesía, ciencia y cultura en cualquier lugar.