La curiosidad de Julio Verne (Pensando en el dónde y sus quehaceres)

Autor: Memo Ánjel
19 agosto de 2018 - 02:03 PM

Qué sabemos, qué conjeturamos, qué nos falta por saber

Julio Verne. Los hijos del Capitán Grant en la América del Sur.

Medellín

La geografía (la medida de la tierra)

Si algo les pudo suceder a Adán y Eva al ser expulsados del Paraíso, fue preguntarse: ¿dónde estamos? Y con esta pregunta nació el lenguaje, pues hayan sido los personajes de la Biblia o los distintos homínidos hallados en África, Europa o Asia, o quién fuera, tuvieron que mirar, tocar y nombrar lo que veían: las montañas, los abismos, los valles, los desiertos, las tundras, las estepas, las formas de los contenidos de agua (mares, lagos, océanos, ríos), las plantas y los animales, incluyéndose ellos mismos. Y esto lo hicieron para situarse y entrar en relación. Y desde ahí comenzaron a caminar, recolectando, guardando, descubriendo (los gerundios son un estado de presente) y estableciendo medidas: lo que podían tomar, los pesos de cada cosa, lo imposible de arrancar, lo susceptible de ser habitado y la manera de habitarlo. La inteligencia creó la noción del recurso. Y fueron recursos las manos, lo orgánico y el agua, que fue lo que más buscaron, pues sin agua no vivimos. Y en esta tarea también descubrieron el fuego y cómo se comía blando, lo que les creó un cerebro con más capacidad de intuición.

Lea también: Hasta dónde somos sujetos vacíos

Felipe Fernández Armesto (el historiador inglés de origen español-republicano), en su libro Civilizaciones, la lucha del hombre por controlar la naturaleza, da cuenta de la manera cómo los primitivos (que no son salvajes, sino los primeros hombres) lograron domesticar los distintos territorios (los altos y los bajos, los fértiles y los secos, los cerca al mar y los que estaban dentro del continente, los inundados y los arenosos), construyendo su casa, las herramientas necesarias y criando animales y plantas para vivir en ella. Y como dice Lewis Munford en su libro El mito de la máquina (y en el que le sigue, El pentágono del poder), la tarea humana fue pensar observando, crear el recipiente (los espacios para almacenar), elaborar las herramientas debidas (todas extensiones de la mano) y al fin hacer parte de la casa (del domo) lo que pudo domesticar para crear su patrimonio. Y del patrimonio viene la palabra patria, el lugar donde construyo y transformo, y esos son los derechos que defiendo y en los que se incluye la cultura, que es nuestra forma de ver el mundo desde un punto determinado de la corteza terrestre.

El siglo XIX, fue el de la geografía, no ya descriptiva sino como recurso (ventaja comparativa) para crear civilización a partir de la Revolución Industrial. Esta revolución, en la que pasamos de la energía viva (las mulas, los bueyes, los camellos, las llamas, el hombre que cargaba) a la energía muerta (vapor, carbón, energía eléctrica), llevó a buscar y entender lo existente para ponerlo al servicio de los seres humanos. Se caminó (Alexander von Humboldt, Francisco José de Caldas), se midieron las alturas y las profundidades, aparecieron los naturalistas que estudiaron la botánica y la zoología, los comerciantes de febrífugos y plantas para laboratorio (La firma de todas las cosas, de Elizabeth Gilbert); apareció la teoría de la evolución de las especies y a la par el tren, esta caldera rodante, y la rueda inventada por Robert Fulton, el creador de la navegación a vapor, que funcionaba con bielas movidas por agua hirviendo y carbón, generando una enorme tracción. Con la nueva geografía aparecieron el acero, las grandes fábricas (el inicio de la contaminación), los objetos producidos en serie (y en forma de arte, como dice Walter Benjamin) y mucha gente haciéndose preguntas sobre la tierra y el cielo conquistables, el sentido del trabajo y de la política. Se desarrolló el capitalismo y contra él el socialismo. El siglo XIX cambió lo que se sabía hacer y en él se afincó la ciencia como elemento primordial. Y testigo de todo esto fue Julio Verne, a quien se le ocurrió hacer la novela de la ciencia y de las aventuras que esta propiciaba.

El escritor y la ciencia.

De Julio Verne se ha dicho que fue un profeta, un adelantado, un ficcionador magnífico, alguien que escribió novelas para muchachos etc. Todo esto es mentira. Solo fue un hombre curioso de su tiempo, alguien que buscó preguntas e investigó para resolverlas. No se inventó nada, solo contó lo que estaba pasando y proyectó algunas cosas que podrían pasar si las investigaciones seguían como iban. Hizo lo que se llama una prospectiva de acuerdo con lo que había y las tendencias que se daban, especialmente en lo maquinizable y la política (por esto previó los totalitarismos modernos en Los 500 millones de la Begun). Diría que supo ver el resultado de lo que se cocía en el momento. Y lo que se cocinaba era la ciencia, la tecno-ciencia (máquinas para probar la teoría e iniciar la rentabilidad de la investigación), la caída del burgués satisfecho, ese que conseguía dinero para dedicarse después a la cultura, y los inicios de un conocimiento al detalle de la tierra (con sus minas), los cielos y los mares, lejos ya de toda poesía y ahora sujetos a herramientas, inteligencia práctica y limitación de emociones delirantes.

Partiendo de la geografía, en especial de los libros de un geógrafo anarquista llamado Eliseo Reclús, de sus reuniones con el club de la prensa científica, de los conocimientos que tenía sobre la bolsa y los métodos de inversión, de los datos que le proveía un primo matemático, y de sus propias reflexiones, Julio Verne plantea el mundo de la nueva inteligencia: cuánto sabemos de dónde estamos, de su historia y etnografía; de física, química y biología aplicada a los viajes por el mar y el aire, las profundidades de la tierra y la producción de hornos que reproducen el fuego de manera infernal. Y previó lo que políticamente piensan las élites para invertir, reprimir, desviar y controlar. Y en este punto, tomando a Ernest Hemingway y su prólogo a las Verdes colinas de África, la realidad fue más poderosa que la ficción.

Sin embargo, Verne no está obnubilado ni alienado por lo que hacen las calderas, los gases, el acero, los combustibles, las tuercas de precisión y los tornillos de doble rotación, las casas que andan solas y los submarinos que se hunden, la precisión de los relojes y el giro de la tierra. En sus relatos antepone premisas básicas para que el hombre no pierda su condición de humano: la amistad, la firmeza, el valor, la lealtad, la curiosidad, el conocimiento cultural (La jangada, El asombroso Orinoco), la dignidad, los fundamentos para enfrentar lo imprevisto etc. Estos elementos le aseguran al hombre (que se hace cuando es joven), un lugar por encima de todo lo que crea, y así no pierde su humanidad, que es lo más precioso que tiene, pues le permite vivir sin miedo y sin rondar la locura.

Además: De todos los animales el lobo, reflexión al interior de Rudyard Kipling

Para sus primeros libros, llamados Los viajes extraordinarios, la geografía, la exploración y la ciencia son lo pertinente. En los últimos, su ánimo hacia la ciencia decae, pues ya es un elemento sujeto a inversionistas y políticas de dominio desmesurado del otro y de lo otro. Como en La bella del bosque durmiente, el libro de Pierre Loti, ya ve como se tumban bosques para construir hoteles. Y vislumbra cómo el yankee y el junker prusiano, depredadores técnicos, están reemplazando al burgués satisfecho, lector de periódicos, asistente al club y propiciador de aventuras y saberes con sentido.

Por qué leer a Verne

Las películas que se han producido sobre los libros de Julio Verne no han hecho más que distorsionarlos y convertirlos en meros episodios de aventureros delirantes y caricaturas de los personajes que representan (como Jackie Chan, en La vuelta al mundo en ochenta días). No son buenos estos filmes para entender al novelista. Por esta razón hay que leerlo, pero no para quedarse con el episodio sino para aprender a pensar y saber por qué se dan las cosas, en qué momento se actúa y en qué consisten la paciencia y la observación detallada, el ensayo error y las falsaciones (supongo que Karl Popper leía a Verne), la disciplina y la puesta en marcha de una hipótesis, lo sabido y lo por aprender, que no nacen de improviso (por inspiración) sino previendo una posibilidad más y mejor en lo que ya entendemos. Estos puntos son los inicios de todas las ciencias y los inventos.

A Julio Verne hay que leerlo con mapas y enciclopedias, trazando las rutas por donde van sus viajeros y buscando la definición de los aparatos que usan, que fueron el origen de lo que hoy existe. Y si bien hay algunos errores técnicos, propios de su tiempo, las ideas son correctas. Y hay que leerlo lento, discutiendo y aprendiendo, sabiendo significar y definir los materiales, y atentos a cómo ser eficientes y efectivos en los peores momentos (La isla misteriosa es un ejemplo de todo lo que puede hacerse con un fósforo cuando estamos perdidos), cuando solo la inteligencia y recursividad nos salvan. La autosuficiencia y lo inesperado fueron la gran inquietud de Julio Verne, que fue un gran lector de Robinson Crusoe (Daniel Defoe) y Arthur Gordon Pym (Edgar Allan Poe), demostrando que el otro no s+olo es necesario, sino que nos impide volvernos animales.

Que a Verne lo hayan catalogado como un escritor de ficciones para muchachos, más parece una teoría de la conspiración. ¿Se interesó alguien en que los jóvenes no encontraran sus posibilidades mentales y habilidades para así poder dominarlos, y por esto convirtieron a este autor en un mero creador de mitos, en un mentiroso? Es posible. Una juventud inquieta, bien formada, imaginativa, no le sirve al sistema. “A la larga la libertad y el hombre acaban por hacerse molestos”, escribió Romain Gary en Las raíces del cielo, esa novela donde para acabar con todo basta con apenas matar un elefante y tomarse una foto frente a ese ser de gran memoria vencido por un disparo.

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