El combate de la corrupción requiere acciones agresivas independientes de intereses políticos.
“Su cinismo es la forma de su honestidad.” Emil Cioran.
La palabra cínico viene del griego kyon que significa perro. Este significado puede acomodarse muy bien a los corruptos, especialmente a los políticos, que viven de la corrupción y, en lenguaje coloquial, son muy perros para apropiarse de los dineros públicos a través de las coimas, el soborno, la misma extorsión e infinidad de trampas y triquiñuelas, con las que se adueñan de una buena parte del erario el que debiera destinarse principalmente a programas de inversión social.
Estos funestos personajes públicos cínicamente posan de honestos y muy honorables, como si nada hubiera pasado. Los recientes escándalos y lo que se ha descubierto de la penetración de dineros de Odebrecht, en las campañas presidenciales y comprando el favorecimiento en las licitaciones de obras públicas, así como el descalabro y despilfarro en Reficar, desnudan la rampante corrupción que domina en Colombia –que según el contralor Edgardo Maya, puede llegar a $50 billones al año- sin que se le haya podido poner freno.
El cínico obra sobre unas bases que él considera verdaderas pero siempre oculta sus móviles al exterior. El cinismo consiste en hacer explícitos los objetivos, pero no los intereses que lo guían, lo cual se hace solo en privado. El ámbito del cinismo es, entonces, la esfera privada donde se expresa, siempre poniéndose a salvo del oyente no involucrado, pues esto no se le permite oírlo al resto. Este modo de obrar, dice el connotado filósofo alemán Peter Sloterdijk, es propio de las élites políticas y de aquellos que están asentados en el poder. Una lúcida descripción de nuestros siniestros personajes de la corrupción en el país.
En el informe de Transparencia Internacional con el Índice de percepción de la corrupción del 2016, se dice que en los países latinoamericanos con mayor de corrupción, este índice está relacionado con temas de soborno y extorsión, en casos como Petrobras y Odebrecht. “Este tipo de corrupción a gran escala sistémica viola los derechos humanos, impide el desarrollo sostenible y es el combustible para la exclusión social”, señala esta reconocida ONG. En este índice de percepción de la corrupción del 2016, Colombia ocupa el lugar 90 entre 176 países evaluados. En una escala de 0 (limpio de corrupción) a 100 (muy corrupto) nuestro país tiene un puntaje de 37, cuando la media es 43. Estamos por debajo de la media de los países.
En América el puntaje promedio es de 44, aquí seguimos estando por debajo. Los países de más alto puntaje, con menos precepción de corrupción, tienden a tener mayores grados de libertad de prensa, el acceso a la información sobre el gasto público, las normas más fuertes de la integridad de los funcionarios públicos y los sistemas judiciales independientes. Aquí no llegamos a cumplir estas condiciones, mucho menos cuando en el estudio de Transparencia por Colombia y el índice de transparencia de entidades públicas, el Senado y la Cámara de Representantes ocupan los dos últimos lugares.
Ahora en el país vive un contexto social de no más a la corrupción, el cual demanda “acciones más agresivas, corajudas e independientes de intereses políticos para combatirla.” Subrayo la ‘independencia de intereses políticos’, pues esta última afirmación de Transparencia Internacional, cuestiona directamente la proyectada marcha anticorrupción del 1 de abril que, con cierto grado de cinismo, lo que tiene es un clarísimo interés político.
CODA. Por fortuna, la Asamblea de Antioquia recapacitó y anuló la resolución de condecorar y declarar hijo adoptivo de Antioquia al exprocurador Alejandro Ordoñez. Nos escapamos de estar reviviendo y reeditando ese poema que Ugo Foscolo hizo cuando Napoleón condecoró a Vicente Monti, político corrupto. Esto dice: “En los tiempos de bárbaras naciones colgaban de una cruz a los ladrones; más hoy, en pleno siglo de las luces, del pecho del ladrón cuelgan las cruces.”