Lo que el arte le plantea a una vida humana es el reto de abordar la complejidad, la fugacidad, el dinamismo, la diversidad sin encerrarse en la cueva de la reducción, la simpleza y el oscurantismo.
Algún lector amigable, y ello en mi caso quiere decir punzante, exigente y crítico, me ha dicho que lo bueno, lo bello y lo verdadero no son más que construcciones metafísicas de la cultura occidental y aplicarlas a la amistad o la vida es una simplificación. En mi anterior columna parecía incurrir en esa salida, una banalidad quizás, pero no era mi reflexión tan taxativa sino sugerente como le es propio al lenguaje de los seres humanos. Por ello el lector me puso a pensar sobre el significado y consideré necesario explicar la complejidad inherente a los tres términos y creo que empezar por desglosar lo bello puede ser útil para animar la reflexión.
La gran lección que nos da el arte en todas sus expresiones, lo que hace decir a Nietzsche que el arte es lo único que justifica la vida, es que nada es más cercano a la vida que el arte. La gran diferencia está en que en el arte podemos introducir sentidos y significados deliberados, expresos. Por su complejidad, su intensidad, su ensayo permanente, sus límites difusos el arte humano nos da una respuesta. Y es su apuesta la ambigüedad, criticar exaltando, mostrar el hueso dibujando el músculo y la piel. Lo ha dicho el poeta Paul Valery: “lo más profundo es la piel”. Y los ejemplos son tan diversos como la circulación del deseo ante lo prohibido. La madre por ello quizás contiene la ternura y la crueldad y el padre la vida y la muerte, el comienzo y el final.
Por alguna razón pueril e irracional nuestra mente se quiere sosegar encontrando un solo lado a la hoja, la pureza de la flor. Pero frente a nuestra tendencia a simplificar, reducir o enumerar resulta igual de extremista quien odia por odiar y no ve la pluralidad, el movimiento; como el personaje de Giovanni Papini que destruye las flores por su exhibicionismo sexual.
El ser, la naturaleza, son un reto por su catarata descomunal, su flujo inapresable. Lo que el arte le plantea a una vida humana es el reto de abordar la complejidad, la fugacidad, el dinamismo, la diversidad sin encerrarse en la cueva de la reducción, la simpleza y el oscurantismo.
Pero si el arte nos es inaccesible podemos mirar el curso diario de las cosas. Por estas épocas de febril actividad política intuimos, quizás equivocadamente, que un buen político no es necesariamente un político decente y que el bien común pasa por llenar primero la bolsa del ambicioso que se dedica a la cosa pública. ¿Es irreversible esta cruda realidad? ¿Será posible este extremo? ¿No habrá horizonte para la belleza en su sentido clásico? ¿Se ha cerrado todo espacio para la bondad?
No podremos volver nunca al paraíso y su luminosidad sin sombras: aceptamos el reto de la serpiente. Y ello se expresa en la percepción de que el ejercicio de la bondad se puede parecer a una crueldad deliberada, a la certidumbre dolorosa de que no hay bien que por mal no venga. Lo sublime puede incluir la percepción y la real la experiencia de lo horrible; nuestro amor nos enceguece. A una parte de nuestra mente le gustan las cosas claras pero la extrema complejidad de la existencia nos recuerda, a cada paso, que al crecimiento llegamos por el dolor y que como lo señaló para siempre San Juan de la Cruz en la oscuridad puede residir nuestra anhelada luz.