El burdo populismo trató de reducir estas vidas a abstracciones puestas al servicio de un Narcoestado, pero ahora paradójicamente ese pueblo lanzado a la diáspora recupera sus rostros al recordarnos lo que implica ser humanos.
Al contemplar las largas filas de familias venezolanas cruzando por el terrible clima del páramo de Berlín, envueltas en cobijas, apenas guareciéndose de la lluvia, mirando el suelo emparamado, tal vez queramos morbosamente encontrar reflejada en sus rostros la mueca de espanto de aquellos a quienes la brutalidad de una camarilla de hampones, quiso arrebatarles la convicción de que la vida debe continuar a pesar de todas las adversidades. Pero Job y los sufrimientos a que Dios lo sometió para ponerlo a prueba no se puede identificar con quienes al recordarnos con su obstinada negación de una tiranía, la dignidad del estoicismo, le han evitado a Dios cualquier responsabilidad en este sufrimiento al asumir con la metáfora de su éxodo el reproche que el perseguido le hace a la hipocresía de la sociedad y cuyo fondo de amor y compasión por mucho tiempo será incomprensible para nuestra ceguera, el dolor de quienes padecen la tortura del camino, la noche oscura del hambre, la violencia de los asaltantes, dejando atrás en su marcha los cuerpos de ancianos y niños sobre las arenas resecas o las cunetas de las carreteras. Sin capacidad de reacción ante los mensajes que brotan de estos rostros, de lo que anuncian estos pies sangrantes, del tenue resplandor que brilla en los ojos calmos del joven matrimonio que sostiene en sus brazos a sus hijos, permanecemos nosotros en la desorientación propia de los indiferentes. El burdo populismo trató de reducir estas vidas a abstracciones puestas al servicio de un Narcoestado, pero ahora paradójicamente ese pueblo lanzado a la diáspora recupera sus rostros al recordarnos lo que implica ser humanos. El destierro está en la historia misma de la humanidad y no ha cesado de ser una constante tal como lo hemos comprobado en la tragedia afgana y siria, africana y en la silenciada historia de los millones de desplazados en Colombia donde como hoy se ignora deliberadamente el reclamo del inocente, la parábola que escriben estas vidas sin destino. Pero este profundo des-ajuste causado por un pueblo lanzado a los azares de la geografía crea un conmocionante impacto en el lenguaje y en los valores sobre los cuales habíamos fundamentado la vida social: queremos evadirnos de los efectos de esta tragedia mediante la frivolidad política, la insustancialidad moral, sin acabar de darnos cuenta de que interiormente es ya imposible que sigamos siendo los mismos, ni nuestra sociedad puede ser la misma ya que el choque introducido por este inesperado coro de desplazados, ha fracturado nuestras palabras y finalmente ha terminado por incomunicarnos: “Los desastres sociales, recuerda Welzer, destruyen las certidumbres sociales” Esta es la corrupción del lenguaje, capaz de desterrar la verdad para entronizar a cambio el soborno, la mentira, la mermelada pues el corrupto sólo cobra existencia en una sociedad que lo propicia, en un lenguaje cómplice de sus desafueros.
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Porque la comparsa de los grotescos Maduros, los Diosdados llevan mucho tiempo haciendo acto de presencia en la vulgaridad y la ordinariez en que se ha sumido buena parte de la llamada vida política colombiana, en la irresponsabilidad con que la justicia ha eludido el debate sobre los grandes temas nacionales, en el populacherismo mediante el cual la nueva demagogia ha sustituido abusivamente la palabra que aspira a la verdad, algo que en nuestro patético déficit de cultura política nos está llevando de nuevo a que los corruptos estén recurriendo impúdicamente a colocarse la máscara de la honestidad.