En sólo seis años, el 2% de la población siria ha sido asesinada por un conflicto iniciado cuando el partido Baaz, de al Assad, reprimió el brote nacional de la Primavera Árabe.
Toda la crueldad y todo el odio de los guerreros están demostrando la inmensidad de la indolencia de las naciones y los pueblos. Ocurre hoy en Siria, país admirado por ser una de las cunas de las civilizaciones vigentes en oriente y occidente.
De la infamia y la indiferencia hablan los 470.000 muertos que la Red siria de derechos humanos reportó entre el 15 de marzo de 2011 y el pasado martes 7 de marzo. Y los gritan los aterradores datos del padecimiento de la infancia. La misma Red informó sobre 55.000 muertes de menores de edad en todo el tiempo de la guerra, 1.984 de las cuales ocurrieron sólo en 2016; complementando estos datos, Unicef identificó 850 casos de menores, algunos de apenas siete añitos, reclutados forzosamente por las facciones que se pelean el dominio del país, mientras arrasan vidas, patrimonio, memoria y naturaleza.
El horror crece instigado por el gobierno de Bashar al Assad, que se ampara en la protección de Rusia, China e Irán. Lo acrecientan, y terminan ayudándole a justificarse, Isis, facciones yihadistas y otros grupos que bordean el límite de revolucionarios y terroristas.
Ante la tragedia, los burócratas de la ONU y sus dependencias se limitan al papel de testigos presenciales que recogen datos y relatan un horror que no pueden detener y dolores que no alcanzan a paliar. Por su extensión, gravedad, por la incapacidad de las instituciones internacionales, la guerra de Siria sigue interpelando a las naciones democráticas del Primer Mundo, para que no olviden las estrategias multilaterales que quiso estimular el expresidente Obama, y que ellas pueden mantener vivas. En medio del horror, los grandes no pueden apostar a la indolencia o al unilateralismo indiferente, su reto de cara a la historia es parar el horror, mientras puedan.