El próximo 12 de junio, en El sonido de los Nobel, actividad literaria que es realizada en la Biblioteca de la Universidad Pontificia Bolivariana, el invitado será Günter Grass, cuya obra es reseñada en este texto por el escritor Memo Ánjel.
"-¡Los vidrios rotos dan suerte!- gritó chasqueando los dedos, trajo el recogedor y la escobilla, y barrió los añicos o la suerte”. Günter Grass. El Tambor de hojalata.
La autobiografía espuria
Uno escribe su auto-biografía como quiere y sin hacerse ascos: nace donde quiere, en el año que quiere, con el nombre que quiere y, en esto de querer hacer lo que a uno le da la gana, la cierra cuando quiere y, como es una auto-biografía- sin necesidad de morirse. O dándose por muerto, si el caso lo amerita. Ya los biógrafos, si se tienen, dirán cuánto de verdad y mentira, ilusiones y fantasías, delirios y cegueras, denuncias y cicatrices contenía el auto-biografiado, que siempre queda incompleto o exagerado en lo que se dice de él, pues, como escribió Knut Hansun, la memoria resulta siendo literatura, cuando no historia oficial, lo que ya es una desgracia. Así, la autobiografía, para que funcione, debe ser una buena novela en la que se comparten muchos hechos con el diablo, que es el que nos tienta para saber que estamos (o seguimos) vivos, cayendo y poniéndonos de pie, luciendo sustos diversos y caras que son ya de otros.
Lo espurio es lo falso, ilegítimo o no auténtico, dice el diccionario. Y en la definición no incluye lo burlesco y deformado, lo imaginado sobre hechos reales y todo aquello que, al incentivar el deseo o la ira, se transforma en otra cosa, mostrando lo escondido. En las Confesiones de Jean Jacques Rousseau (su autobiografía espuria), se legitiman estos asuntos que, si bien no son Rousseau, son los que él hubiera querido ser o eso que le pasara. De ahí salen indemnes sus opiniones y encuentros con otros desde alguna esquizofrenia. Cada tiempo contiene lo suyo, visto al derecho y al revés, desde lo que miro y los que me miran.
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La autobiografía de Oskar Matzerath (escrita en El tambor de hojalata), bien podría ser la de un Günther Grass puesto en situación de alguien siempre de tres años que no para de tocar un tambor rojo y blanco de latón, mientras grita y, con el grito, rompe los vidrios de las ventanas, las botellas de cerveza, las bombillas, los jarrones, las lámparas de cristal que cuelgan del techo de las casas y las bombas del alumbrado público. Porque Oskar, de ojos azules y pelo rubio motilado al cepillo, toca el tambor para que las cosas se sucedan (los vidrios rotos son lo de menos), a la par que Günter Grass oye ese tamborileo para que eso que pasó quede preso en el libro y ya no se diga que nunca sucedió. Y en este punto, lo espurio no viene del autor sino del censor que queriendo negar no puede, pues los acontecimientos narrados (que van desde finales del siglo 19 hasta mediados del 20) se le pegan a los tobillos y a las orejas y así, como si fuera un mascarón de proa con los ojos muy abiertos, tiene que navegar las turbulencias de los días desgraciados: los de cualquier totalitarismo, en este caso el que hizo nido en Alemania, en donde más que Goethe, quien funcionó fue Rasputín. Oskar Matzerath es un rasputiniano.
Un libro peligroso y prohibido
De la Trilogía de Danzig (ciudad portuaria del mar Báltico), el libro más peligroso fue El tambor de hojalata (1959). Los otros dos, Años de perro y El gato y el ratón, pudieron ser chamuscados o rotos, pero ya el personaje del primero había hecho de las suyas: la historia de los perdedores resultó peor que la que se veía en las películas de propaganda. Oscar Matzerath, con su tambor y sus gritos, con su desvergüenza acumulada y desde un hospital psiquiátrico, soltaba sus recuerdos como una jauría de perros hambrientos detrás de conejos, zorras y gallinas. Y en esa desbandada, caían la religión, la clase media, la cordura, la sexualidad permitida, la pronunciación de la lengua, la maternidad heroica, la historia oficial, la tolerancia predicada, los ascos y, como en la pieza teatral Las bodas, de Elías Canetti, lo construido tomaba otros lindes, lo de abajo subía al arriba, la moral se volvía inmoralidad caminante y rampante y, en esta mezcla desmesurada e impura, lo dionisiaco nitzscheano burlaba todos los órdenes, acusando por todas partes y poniendo en evidencia lo escondido. La gente de la posguerra comenzó a temblar y el libro, como una conciencia erizada, fue prohibido en muchas partes, pero más en la dictadura franquista en España, a la que Oskar Matzerath le tocaba los bajos. La traducción al español se hizo en México (a cargo de un republicano exilado, Carlos Gerhardt, al que traductores posteriores como Miguel Sáenz le hacen un homenaje, debido a la precisión con la que tradujo el libro y luego toda la trilogía.) en la editorial de Joaquín Mortiz. Y si bien El tambor de hojalata ponía también contra la pared a las dictaduras latinoamericanas, el libro corrió como si nada: ni las dictaduras ni la policía secreta sabían leer. Estas cosas pasan en medio del calor. Y los profesores de literatura le pasaron por encima y ni se enteraron que ahí también se hablaba de ellos.
El libro se leyó en Francia y en algunas partes de los Estados Unidos. Y unos, en español, llegaron a Colombia y ya están desbaratados. Pero la historia siguió ahí, punzando entre sus páginas amarillas leídas con esfuerzo debido al tamaño de la letra. Y en esas primeras ediciones, como sucede con los libros peligrosos y prohibidos, la edición fue de bolsillo y para lectores sin escrúpulos, ya entrenados con el Ulises de Joyce y la trilogía indígena de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias. Hasta que Günter Grass se ganó el Premio Nobel de literatura en 1999 y ya no hubo nada qué hacer. Oscar Matzerath, con su tambor de latón en fondo blanco y puntas rojas, se vio en las vitrinas. Que haya tenido muchos lectores, no lo sé. El libro no es fácil y hay que tener dientes para entrarle. Solo sé que cada vez que suenan tambores, aparece la esperanza y esta, al final, es una desgracia. El tambor de hojalata es el libro de las desgracias, tocado sin cesar desde la pieza de un manicomio.
El mascarón de proa
Todavía en el siglo de la razón, el 17, los barcos que atravesaban el mar llevaban un mascarón de proa en forma de mujer con los ojos maquillados, los senos al aire y unas caderas redondas. En los astilleros y entre los que hacían cartas de marear, se decía que de esta manera ni el el kraken ni leviatán, los demonios marinos, atacaban el barco. Eran bellos esos mascarones, pero algunos habían tenido como modelos una bruja, una Marjellchen, de ojos ámbar, como escribe Oskar Matzerath (Günter Grass) que había en el museo marino de Danzig. La mujer era de madera inmunizada, pintada de verde, y pasó por manos diversas debido a que propiciaba la mala suerte. Todos se enamoraban de ella y la devolvían aterrorizados. Solo un guardián del museo, que lucía puñaladas diversas en la espalda, se atrevió a mirarla de frente, la sedujo enloquecido y de ahí salió muerto. La Marjellchen fue a parar a un sótano y ahí se deshizo entre las aguas que entraban y salían y estas entraron en las casas y se mezclaron con las sopas y las sopas con la mente de la gente que almorzaba o comía y, después de la digestión, comenzó la desgracia y apareció el érase de había una vez, que trata de evadir los descalabros de lo que después pasó.
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El huevo de la serpiente es una película de Igmar Bergman. Y el huevo de la serpiente, que se incuba, nace y pica en El tambor de hojalata, es lo que sigue en El gato y el ratón (1961) y Años de perro (1963). Günter Grass era un gran dibujante (todas las portadas de sus libros son de él) y sabía que en un papel en blanco se esconde algo. Y más si el papel es viejo. Basta tomar un lápiz, rayar con cuidado y descubrir lo que hay ahí, dejando que el diablo también raye. Günter Grass nació en cualquier Alemania en 1927, y murió en una ya instaurada en 2015.