El escritor Memo Ánjel reseña las letras de Knut Hansun, autor ganador del Premio Nobel de literatura 1920, cuya obra será leída en su idioma original en la serie de encuentros académicos El Sonido de los Nobel, el día 22 de mayo, en la biblioteca de la Universidad Pontificia Bolivariana.
"De decadencia en decadencia, hemos llegado al fondo. Y ahora los remendones se alegrarán, no de que nos hayamos convertido todos en igualmente grandes, sino de que seamos todos igualmente pequeños”.
Knut Hansun. La trilogía del vagabundo. Segundo libro: Un vagabundo toca con sordina.
La sordina
El inicio de la vejez aparece cuando ya uno se mueve con cuidado y a lo que ve y oye le aplica una sordina, aparato este (lo hay de formas variadas) que rebaja el tono de los sonidos, implicando que ya no se va adelante de los hechos sino detrás, cogiéndoles el murmullo. Y no porque se haya madurado sino porque los años nos han ido domesticando (haciéndonos parte de la casa) y lo que pasa es lo que tiene que pasar aquí y ahora, sin que se haga nada por evitarlo. La sordina, entonces, ralentiza el entendimiento de los tiempos, le baja volumen a los hechos y se instala en uno mismo para que los tonos altos (la lujuria, el chisme, lo que duele, lo que hay que decir y molesta) no suenen tan duro, no lleguen tan duro y no peguen tan duro. Es que a tono de sordina, que es como una calma que nos abraza, se duerme más y se madruga más. Y si no se duerme, importa poco. Y esto quizá se deba a que nos han endurecido la vida (ya es menos porosa), el trabajo, lo que llega y lo de afuera, y lo que tenemos dentro, que ya no son recuerdos sino literatura, como escribe Knut Hansun. ¿Qué tan seguros estamos de nuestra memoria? No lo sabemos, solo tenemos conciencia de que algo pasó y, como las palabras y las imágenes van y vienen, se leen como una novela, a veces absurda, en otras con sus debidos capítulos y notas al margen, pero más con invención que como parte de la realidad. La memoria es lo que escogemos del pasado, para reír o angustiarnos, como almohada o como punzón.
“Un vagabundo toca con sordina cuando llega al medio siglo”, escribe Hansun. Añadiendo, “Dios me libre de ser sabio”, queriendo decir con esto que hay que seguir viendo y oyendo lo que pasa, pues en la realidad estamos siempre así no nos importe el lugar y el clima, lo que nos sigue o lo que seguimos. Y en esa realidad, que es cada segundo, minuto y hora frente a un paisaje o delante de la cara de otro, lo que sucede está ahí, mirándonos. Y esto le gusta al vagabundo. Lo que no le gusta son los sabios que se esconden de la realidad y hablan de mujeres sin conocerlas (son la mujer que llevan dentro, dice) y pontifican en torno a palabras y sentimientos sin haber estado en las unas y en los otros. Los diccionarios y enciclopedias no demuestran qué pasa, mientras a uno no le pase. Martín Buber decía: para saber qué es el agua, hay que entrar en ella. Y para el vagabundo hansuniano (o hansunítico), que es un hombre que viaja haciendo trabajos varios para sentirse útil y entrar en los hechos y sentirlos, esto de entrar en el mundo implica que es conveniente llevar una sordina consigo. No hay que perder de vista la tierra, pues somos parte de ella: somos en los sembrados, en el pastoreo, en las orillas de los ríos, en los canales que hacemos para que el agua llegue a casa, en las conversaciones, en el deseo, en las particiones que nos damos de lo que sentimos, en la comida que llevamos en la mochila, en las botas con las que hacemos el camino. Y, al fin, somos o nos habitamos en la sordina que hemos ido construyendo con los años, que nos calienta y protege como un buen abrigo.
Conflictos de granjas y ciudades pequeñas
En los viejos almanaques (muchos de ellos litografías) se ven paisajes hermosos: granjas con campos arados, muchachas que traen la leche del ordeño, hombres que siegan el trigo, casas con las ventanas florecidas, un camino que entra en el bosque, un perro que va al lado de un cazador, una noche estrellada, dos mujeres que tejen a un lado de la cocina. Allí, en la fotografía o la pintura, la belleza se ha plasmado y da tranquilidad estar frente a esa imagen. Pasa lo mismo cuando el almanaque muestra pequeñas ciudades con sus casas de techo de dos aguas, la iglesia y la montaña al fondo, las chimeneas donde alguna cigüeña ha hecho su nido, el molino a la orilla del río, el puente con sus peatones (algunos con paraguas), la calle que se tuerce entre fachadas limpias, las muchachas que van en bicicleta, los hombres gordos que beben sus cervezas en las mesas de algún café. Todo es lindo y calmo, y uno quisiera estar allí, dentro del almanaque, lejos del tráfago y los deberes rutinarios que cumplimos. Pero ahí, entre la belleza y el sosiego, está el conflicto. Lo que dejan ver esas imágenes no es lo que pasa. Entre las formas bellas (que serían la trampa que pone el diablo), aparecen el deseo desmesurado, la envidia, la codicia, la violencia moral. Es que en espacios tan bellos y calmos, el tiempo para pensar el pecado es mucho. Y como se tiene paciencia (lo ha enseñado la agricultura), los pecados son más finos, pues se han hilado de tal manera que no tienen nudo suelto. Y si bien son pecados simples (carecen del embrutecimiento urbano), están bien afilados, como esas cuchillas con las que se parte las lonjas del jamón y son casi transparentes pero tienen buen sabor.
Sobre estas granjas y ciudades pequeñas, escribe Knut Hansum, Premio Nobel de literatura 1920. ¿Y qué hacen ahí los personajes? Oír detrás de las paredes y espiar por las ventanas y los ojos de las chapas, ver cómo se desarrolla el deseo y luego cómo se muere, para después venir a contarlo diciendo que no lo quieren contar, lo que aumenta la presión de los que no quieren perderse palabra de eso que ya imaginan. Sólo el vagabundo, que toca con sordina, tiene palabras concretas: allá él, allá ella, él sabrá por qué. Y se desentiende, aunque sabe que pasan cosas y tantas que en ocasiones se deja seducir, en especial cuando se dice que las mujeres son irresponsables y vanidosas, igual a un niño, excepto en la inocencia. Ya está envejeciendo, pero el deseo a veces lo acompaña, igual que acompaña a los ciegos y a los locos, pero hay que andarse con cuidado: “el amor es tan violento y peligroso como la pasión homicida”, se dice. Y recuerda, hace literatura.
El vagabundo
Mientras la naturaleza se embellece, la gente se envilece, anuncia Faulkner en sus novelas. Y esto lo sabe Knut Hansun y también Camilo José Cela (autor de otros vagabundeos y otros viajes). Claro que también la naturaleza se empobrece y la gente se acanalla más, delirando y enloqueciendo, como pasa en las novelas de Erskine Caldwell (El camino del tabaco, La parcela de Dios) y en esa grandiosa de John Steinbeck, Las uvas de la ira. Y como esto pasa, el vagabundo de Knut Hansun (Knut Pedersen) quiere huir de los hombres huyendo de sí mismo. Y saltando por ese allá ella y él sabrá por qué, se encierra en el trabajo o renuncia y se va a los bosques y a medida que avanza hace más literatura recordando. Lleva una mochila, unas botas fuertes, duerme en cualquier sitio como los lobos y las cornejas y sabe que se acerca a una ciudad porque ya en el aire no hay pájaros sino polvo de serrerías, molinos, fábricas de papel y de tierra que ya no es la que había sino otra, amarilla y pedregosa. Y ya no se oye el canto de los pájaros sino el rugir del agua que, proveniente de la presa, irrumpe con un ruido tan grande que ya ninguna voz se escucha. Y él pasa por ahí y se va, se va. Siempre se ha estado yendo.
La trilogía del vagabundo son tres novelas (Bajo las estrellas de otoño, Un vagabundo toca con sordina y La última alegría). Y por las tres va el vagabundo, aprendiendo, trabajando, y al final ya rico y gastando, pero siempre huyendo de sí, de los amigos que ya no lo son, de los campos con sus flores y sus árboles, de las mujeres chismosas, de un par de ojos que lo enamoraron, de los poetas que cantaron y al fin de sus propias huellas que, como son recuerdos, se hacen literatura y esto lo consuela. Es que quizá él también sea literatura y esto está mejor. El volumen ya está en cero.