El respeto por las reglas de juego y la posibilidad de discrepar en paz podrían ser dos lecciones claras, reforzadas a propósito de estos clásicos futboleros
¿Seremos los colombianos capaces de controvertir en paz? ¿De hacer planteamientos distintos y defenderlos con vigor sin que multitudes de víctimas pague el costo de la intolerancia? Y esta vez, aunque parezca insólito, no formulamos las peguntas a propósito del proceso de paz y sus últimos enredados desarrollos sino, ¡quien lo creyera!, en vísperas de definirse el campeonato de futbol profesional entre Santa Fe y Millonarios.
Es un simple juego. Importante en la historia de los equipos y en el corazón de los hinchas, pero un juego nada más, un evento deportivo que despierta alegría y emoción. Una competencia que debe precipitar demostraciones incontenibles de felicidad en los ganadores y unas cuantas lágrimas, no muchas en los perdedores. Nunca violencia.
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Sin embargo, los preludios suelen estar dominados por un lenguaje guerrerista, y algunos comentarios periodísticos parecen elaborados por corresponsales de guerra.
Se habla de las “armas mortales”, los “ataques definitivos”, las “batallas aéreas”, “arrasar al contrario”, “vengar las derrotas pasadas” y expresiones similares que van subiendo los contenidos violentos. Y eso sin contar los insultos directos al árbitro que tuvo el infortunio de ganarse el sorteo para dirigir el encuentro. “El nazareno de turno” lo llamaba Carlos Arturo Rueda, padre de la narración deportiva en Colombia.
En medio de esos ambientes caldeados, los hinchas llegan al estadio enardecidos por las prédicas guerreras, dispuestos a superar, con el menor pretexto, los desórdenes de los temibles hooligans que aterrorizaron los escenarios deportivos europeos hasta hace pocos años.
Por fortuna los tiempos van cambiando y comienza a prevalecer la sensatez. Cada vez son más frecuentes los llamados a la cordura y los ejercicios de convivencia entre las barras bravas, vanguardia de las confrontaciones. Aunque se presentan todavía algunas peleas, no hay que desanimarse. La pedagogía produce sus efectos, la presencia de niños contribuye a suavizar el ambiente y la asistencia al estadio, poco a poco, vuelve a ser un plan familiar.
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El respeto a las reglas de juego tiene un efecto pedagógico y está sirviendo para racionalizar comportamientos en el proceso de paz, donde abundan los malos ejemplos de normas quebrantadas con tal de ganar una controversia desproporcionadamente pequeña en comparación con el enorme perjuicio que se causa al romper el respeto por la ley.
Ojalá este efecto civilizador enderece los comportamientos y los actores del conflicto no insistan en prolongarlo, con armas jurídicas retorcidas y violencia verbal. En eso comienza a darnos lecciones el fútbol. A nadie se le ha ocurrido, por ejemplo, decir que un corner vale como un gol o que un penalty a favor se cobra desde los tres metros, o que los tiros libres contra el arco contrario se patean con el portero tapando con los ojos vendados.
El respeto por las reglas de juego y la posibilidad de discrepar en paz podrían ser dos lecciones claras, reforzadas a propósito de estos clásicos futboleros que concentran la atención del país. Sería un avance importante mientras se aclimata un ambiente de mayor respeto para los árbitros y sus familiares, que hoy son casi una invitación al linchamiento.
Además desterrando la violencia del deporte tendríamos menos víctimas dentro y fuera del campo. Dios quiera que perseveremos en el buen camino y que jueces, parlamentarios y gobernantes aprecien las ventaja del juego limpio en la vida política.