El escritor Memo Ánjel habla de la correspondencia amorosa de Rulfo, describe “el ejercicio dulce de la impaciencia y de imaginar bien al otro”.
"He aprendido a escribir tu nombre en las paredes (…) Solo hace rato se asomó a verme una gallina. Después me volví a quedar solo”.
Juan Rulfo. Aire de las colinas. Cartas a Clara.
La cosa del amor
El primer hombre que se enamoró en la Biblia fue Jacob, que por amor a Raquel regaló 14 años de trabajo y pasó por alto el engaño de su suegro, que disfrazó a Leah (su hija mayor) de Raquel, llevando a que Jacob se casara primero con la que no era. Leah tuvo tres hijos y quedó estéril. Raquel comenzó siendo estéril y al fin fue la madre de José, el más lindo de los hermanos, personaje perseguido ansiosamente por la mujer de Putifar, una segunda enamorada. Los motivos de este amor fueron la mirada y el brillo de los ojos, las palabras bellas que salían por la boca, el cabello que destacaba la cara, las manos que hacían el pan y levantaban el botijo para brindar agua fresca, la forma de caminar, la sonrisa. Y todo esto junto, generó la explosión del deseo.
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En el mundo romano (en el siglo de Augusto), Ovidio escribió el Arte de amar, un manual para tratar a las mujeres en los oficios amatorios, de los cuales y en la España franquista, Camilo José Cela también hizo una buena y picante clasificación en la que la leche de oveja, el queso manchego, el vino del país y los pimientos morrones dieron su contribución. Claro que a Ovido, que fue poco culinario, le gustaron más las prostitutas que las mujeres decentes (dicen que sufría de una sarna), igual que Claudio que prefería las sirvientas a su mujer Mesalina, muy activa en los menesteres del encame y en el comer pescado podrido, que algo de afrodisiaco habrá de tener. Allá cada cual con sus gustos, que al fin y al cabo todo gusto es un vicio. Y para unos y otros, esto del amor nació como teoría en el diálogo El banquete, de Platón, donde se dice que al inicio de los tiempos los hombres eran andróginos (masculinos y femeninos al mismo tiempo) hasta que los dioses los partieron en dos, llevando a que la parte masculina buscara ansiosamente a su componente femenino (lo que explicaría el deseo), para volver a tranquilizarse. El mismo Adán contenía en su costado a Eva. Y sea lo que sea, con la palabra amor nace otra: atracción, que es el asunto que nos desmesura. ¿Y qué es el amor? ¿Una ilusión? ¿Un deseo temporal? ¿Un obedecer al instinto? ¿Una virtud que hay que construir entre dos? ¿La amistad? ¿Una palabra de púlpito que no se aplica pero emociona? ¿Un estar solo buscando compañía? ¿Un comerse las uñas mirando? Respuestas habrán muchas, incluso algunas delirantes. Stendhal, en Ernestina o el nacimiento del amor y en Del amor (donde teoriza), decía que amar es una especie de granulación en la rama de un árbol, un proceso de cristalización en la que cada fragmento busca a otro para, unidos, conformar una corteza. Don José Ortega y Gasset, en sus Estudios sobre el amor, cree poco en lo de Stendhal y propone que el amor es un querer a otro para que ese otro exista en la vida de uno. No está mal.
Sobre el amor, sabemos que nos pasa a todos sin saber realmente qué pasa. Incluso que cuando el hambre entra por la puerta, el amor sale por la ventana, como dice el refrán, indicando que donde no se come no se ama. Y en este amor, por esto de andar mirando y oyendo, aparece el desamor, al que Manuel Mejía Vallejo llama la soledumbre, que es un amor más profundo pero rabioso, una pulsión de muerte nadando en un eros. Pero el amor también es un imaginario, como el de Alonso Quijano o Quejana por Dulcinea del Toboso, a la que nunca tocó y quizá inventó en uno de sus delirios. O tal vez es amor un acto peligroso, como el que hubo entre Abelardo y Eloisa, que incluyó la castración del maestro.
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Abundan las situaciones amorosas. Y así, entre el sentir, el sentir la locura y el dejar de sentir, el amor campea en poemas, novelas, obras de teatro, películas, oraciones y ensalmos, en los WhatsApp de los teléfonos celulares y hasta en los grafitis como aquel de “te estoy queriendo tanto que es mejor que salgas corriendo”, sin explicar si es correr hacia el encuentro y el abrazo o es una amenaza y entonces hay que huir de alguien enloquecido y en potencia de un acto criminal. Hay que anotar que en las novelas policiacas siempre hay una historia de amor, no puro, pero raro, a veces silencioso, en otras de ocasión, las más de tira y afloje, que pareciera ser el más común de los amores.
Don Juan Rulfo
Duró 69 años, se llamó Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno y solo escribió un libro de cuentos (El llano en llamas, 1953) y una novela corta (Pedro Páramo, 1955), y con esa producción se convirtió en una especie de mito fundante de la narrativa latinoamericana. Pero hizo más: le trabajó al gobierno mexicano, tomó fotografías bastante buenas, caminó, fue supervisor de talleres en la Goodrich-Eskadi (una fábrica de llantas), donde, como dice en una de sus cartas, el mundo se le volvió negro, las personas negras, el ruido negro, las palabras negras, las máquinas hombres, el aire negro, y esto lo hizo renunciar, pero en lugar de aceptarle la renuncia lo trasladaron al departamento de ventas de la fábrica, desde donde al menos, a través de las ventanas, podía ver el paisaje y presumir cuándo iba a llover. Luego se hizo agente viajero, lo que es una manera de conocer la gente, pues los negocios se hacen hablando y preguntando por la familia, los animales caseros, la tierra vecina y la del viaje, el clima y los que posan en una foto. Y trasegando aquí y allá, al fin se murió en 1986, tres años después de haber recibido el premio Príncipe de Asturias. Hay premios que llegan salaos, diría Ernest Hemingway.
Don Juan Rulfo fue un hombre elegante (pocos le compran al que parece sucio), sabía inglés, algo de latín y seguro hizo un curso de alemán, como se nota en una palabra o frase alemana sueltas que coloca en algunas de sus cartas. Y se hizo famoso con una literatura esencial para entender el alma mexicana, que es la del calor, los muertos, el abandono y, en términos de Octavio Paz, el asunto de la gran chingada, esas mujeres violadas que poblaron tierras secas y cuyos hijos buscaron a sus padres, encontrando de ellos palabras contradictorias y tumbas repetidas. Gente que creía en los muertos porque de ellos venían (y aún creen y vienen). Y así, en calidad de escritor testigo, creó una literatura condensada que amplió con fotografías y váyase a saber si con documentos estatales, firmas, sellos y conversaciones con expropiados hijos de la chingada y esa cultura múltiple que incluye a los náhuatl (mexicas, toltecas, aztecas), españoles, franceses y austriacos, todos perdidos en esas inmensidades y en su propia historia, en una revolución fallida y en un espacio de la tierra con más de cinco mil años de culinaria (mole, maíz, fríjoles, ají). Todos de laguna en laguna, de desierto en desierto, luciendo nombres muy sonoros como Anacleto Morones o Matilde Arcángel, el primero asistiendo a una fila interminable de viejas vestidas de negro y rezando (lo que lo convirtió en el mejor amante), la segunda vista por todos volviéndose mujer.
Gabriel García Márquez entendió bien esto de los nombres: si el nombre no suena, quién lo va a querer a uno.
La correspondencia amorosa
Nadie vive una vida completa. Vivimos por partes, momentos, contradicciones, escapando de lo que pasa (siempre salimos de lo bueno y de lo malo) mientras dormimos, leemos un libro, vemos una película, escuchamos una canción o hacemos una digestión fuerte. Así que la vida no es una línea sino una serie de puntos diversos (en estado de ley de caos) que se tejen y destejen, entrópicos, y en esto de vivir le ganamos al tiempo que no puede ser sino tiempo sucesivo. Viviendo (el gerundio nos sitúa en el presente) vamos de un punto al otro, en rectas y curvas, en el acierto y la falla, a la entrada y la salida, siempre caminando y parando. Y en esto que no pasa (que es lo que nos dice que estamos vivos), uno se enamora. Y Juan Rulfo se enamoró de Clara Angelina Preciado Reyes, en las buenas y en las malas horas, escribiendo 81 cartas de amor que, recopiladas, conforman un libro (Aire de las colinas. Cartas a Clara) en el que caben los dos que lo hicieron famoso y sobran páginas. O sea que escribió más de amor que de otras cosas, siendo la literatura lo que pasaba afuera y el amor lo que tenía dentro. Y en ese amor (las cartas van de octubre de 1944 a diciembre de 1950, incluyendo algunas después de casado) habla de lo que siente, de la necesidad por Clara Angelina, de los espacios que le gustaría recorrer con ella, incluyendo en las frases elogios a su boca y a sus ojos (una de las cartas tiene dibujos de ojos y de bocas), a su figura grácil y a los espejos donde ella se debe mirar para decirse que Juan Rulfo la quiere.
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Y en las cartas dice más: que debe cuidarse de la enfermedad, del uso de las vacaciones y hasta de la presentación de ballet de Katherine Dunham; que él está enfermo y por eso no le ha escrito, que para su casa le gustaría un comedor de color negro, que ella le recuerda a su madre y que de tanto bonita es fea, y que relee sus cartas y al final se duerme poniéndolas en el pecho; que hace días no se emborracha, que conoció a tal y cual, que se va a inyectar calcio para ponerse gordo, que ya tiene la medallita de Juanito y que le va a tomar una fotografía con ella. Y así, entre expresiones de amor y frases donde la llama en todos los diminutivos, incluye sus cotidianidades, sus esperanzas, sus gustos, algunos chismes y sus idas y venidas, algunas a media noche y asegurándole no haber tocado mujer.
Y entonces, vive por partes, una carta lo estimula a escribir otra que incluye el haber esperado que llegara (el encanto de la correspondencia está en la espera) o, como cuenta, hay cartas que no ha escrito y entonces estas llegarán, pero no por eso la olvida ni deja de pensarla riendo o (ya casado con ella) de que se las está viendo con los niños y a la vez con su suegra, la señora Reyes, que de soltero le dio una buena acogida. Por partes, va relatando trozos de su vida, de lo que le asusta y le encanta, de las fotos que apresan la memoria y de las palabras con las que convoca la aparición de ella. Y este Juan Rulfo amoroso, es otro Juan Rulfo, distinto al de los relatos y las fotografías, al de su oficio de agente viajero y enfrentador de la historia de su país, que no contiene fechas sino gente, paisajes vacíos y ojos y bocas que no son como los de Clara Angelina Preciado Reyes, sino vacíos y sin la oportunidad del beso. Un Rulfo amoroso, juguetón, burletero, exagerado, creyente en D’s, atento a que todo se mantenga bonito y fresco como el aire de las colinas.
Las correspondencias amorosas que en tanta gente suelen ser cursis debido a los lugares comunes y a los robos de frases de libros de poesía (cursi también), hay que ver las que se escribían en el barrio Guayaquil para acompañarlas de una foto de poncherazo donde la cara del remitente estaba dentro de un corazón, terminan ahogadas entre el moho y el polvo. Y en la mayoría de los escritores suelen ser de género menor (exceptuando las de Franz Kafka). Pero en Juan Rulfo, sus cartas amorosas son una especie de una madera tallada a mano sobre papeles rayados y cuadriculados, con juegos de palabras y expresiones de deje muy mexicano, muy a lo suyo, y teniendo como fondo o que le pasó en esos seis años (1944-50), en los que Clara Preciado Rayes fue lo mejor que le pasó. Y lo que le siguió pasando, aunque Clara se mantuvo siempre a la sombra. El amor es una intimidad, es algo que pertenece a lo propio. Hay amores, dice el bolero (una de las versiones es la de Shakira para El amor en los tiempos del cólera).