Institucionalidad y corrupción en Colombia

Autor: José Hilario López
24 mayo de 2017 - 12:06 AM

Consecuencia de todo ese pasado es un Estado cooptado por la corrupción, una economía en parte dominada por la ilegalidad

En columna pasada discutimos la necesidad de la tolerancia como uno de los pilares básicos de la educación para la democracia. Hoy quiero esbozar los principios del acatamiento a la institucionalidad y a la norma legal, como elemento complementario de la convivencia tolerante y principio de la lucha contra la corrupción. Para ello he encontrado valiosa ayuda en el libro El poder político en Colombia del sociólogo político Fernando Guillén.

Guillén empieza su ensayo mostrando como los estudios tradicionales sobre participación política en las sociedades latinoamericanas toman casi siempre como guía los modelos europeos y norteamericanos, dejando casi de lado lo que significó la España medieval y nuestras culturas aborígenes. Aquí recuerdo al maestro Estanislao Zuleta, cuando insistía en que para conocer nuestra historia teníamos que remontarnos a la historia de la Península Ibérica.

En España, con excepción de Cataluña cuya participación en la conquista de América fue mínima, no hubo feudalismo, sistema que en el resto de Europa dio origen a la burguesía mercantil y al artesanado. En Castilla y Andalucía, origen de la mayor parte de los conquistadores de los antiguos territorios moros, se había formado una población de labriegos-soldados libres para quienes la conquista de América fue una continuación de la reconquista de los territorios ocupados por el Islam, a estos se sumaron los soldados vacantes al termino de las guerras españolas en Flandes y en Italia. El prestigio de este conquistador surge de ser cristiano y dueño de tierras, no importa si las cultiva o no. La riqueza no se crea con el trabajo metódico del artesano o del burgués, sino que es el resultado de la expoliación de los territorios ocupados militarmente. El saqueo a que fue sometida la economía monetarista y artesanal islamita, que le dio prestigio al hombre ibérico, se revivió con el arrasamiento de las culturas indígenas.

Una vez terminado el saqueo de los tesoros indígenas, se creó la encomienda para aprovechar la mano de obra indígena subyugada para el cultivo de la tierra, experimento este que sólo pudo funcionar en las poblaciones sedentarias del altiplano cundiboyacense y del sur del país, ya que los nativos de los valles interandinos y de la región caribe prefirieron morir combatiendo a los invasores. Exterminio y servidumbre que contrariaba todo un sistema de protección contenido en la Legislación de Indias, expedida por la Corona Española para la defensa de los aborígenes. La Ley se obedecía, pero no se cumplía, y así surge una primera subcultura de nuestro ser nacional, sintetizada en el dicho “hecha la ley, hecha la trampa”.

Los encomenderos controlaban los cabildos y el clero, y con ello el poder político local. En la encomienda, la única defensa que tenía el indio era el mestizaje con colonos blancos pobres y con los negros esclavos, como única forma de liberar a su descendencia de la tributación al encomendero y del trabajo semi-esclavo en las minas y en las haciendas de los valles del Cauca y Magdalena. Pero este mestizo heredó todos los vicios del encomendero y se consolidó como la clientela que legitimaba el poder político del hacendado, que se conformó una vez desaparecida la encomienda. Esta es la institucionalidad con que llegamos a la República, atrapada por el clientelismo soporte de la cauda electoral al servicio del gamonal autoritario. “Una total incongruencia, dice Guillén, entre las metas formales del poder expresadas en la legislación escrita y las metas reales condicionadas por el autoritarismo encomendero paternalista”.

Consecuencia de todo ese pasado es un Estado cooptado por la corrupción, una economía en parte dominada por la ilegalidad y la informalidad. Para ilustrar basta sólo mirar la expansión de los cultivos ilícitos, del narcotráfico, el auge del contrabando y de la minería ilegal, la informalidad en la tenencia de tierra rural y la evasión de impuestos, males que infeccionan nuestra sociedad y que parecen incontrolables. Sólo un dato para ilustrar: la baja tributación colombiana que apenas alcanza a ser el 14,7% del PIB comparada con los países de Ocde donde son superiores al 33,8%, lo cual muestra que aunque los escasos contribuyentes cumplidos pagan unas de las mayores tasas impositivas de la región, la mayor parte de los rentistas evaden. 

Lea también: Un mundo de propensiones

 

Educar para la democracia requiere una cultura de la legalidad, aunada a una reforma política que obstaculice y sancione el clientelismo y una justicia que criminalice severamente la corrupción y, lo más importante, una opinión vigilante que delate al corrupto. El posconflicto es la oportunidad de reeducar al hombre colombiano en los valores de respeto y acatamiento de la ley, prácticas que son consubstanciales a las sociedades democráticas.

Vea: Los peligros de la historia única

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