Comenzamos a unir las piezas del rompecabezas para conocer por fin la estrecha relación entre justicia, grupos de presión, narcotráfico, una compleja trama delincuencial
La actitud más generalizada hoy en Colombia frente al llamado Proceso de Paz parece consistir en dejarse llevar por la ceguera propia de la sociedad del espectáculo, tal como si se quisiera pasar rápidamente la página de los terribles acontecimientos que se han vivido para disfrutar de la frivolidad que supone entregarse al gran espectáculo semanal de algún evento. Pero quienes vuelven a circular por las carreteras o caminos y se atreven a verificar el estado de la sociedad agredida, encontrando a su paso es el terrible resultado de una desmedida agresión terrorista, no pueden cerrar los ojos ante las ruinas de un proyecto de modernidad destruido con una saña casi diabólica en la asonada de unos bandoleros de película de Robert Rodríguez, ya que no dejaron de ser ante los ojos de un ser civilizado, una parodia tropical con figurones cantinflescos, guerrilleros de mostacho y comparsas de película barata. Pero la fuerza de los hechos es siempre de tal magnitud que la verdad comienza a aparecer, inevitablemente, tal como está sucediendo con el caso de corrupción de la justicia gracias al cual comenzamos a unir las piezas del rompecabezas para conocer por fin la estrecha relación entre justicia, grupos de presión, narcotráfico, una compleja trama delincuencial disimulada detrás de la fachada de un gobierno que ha contado desde un comienzo con el soporte mediático y la debida escenificación de estas “conversaciones” para que el verdadero escenario geográfico y social permanezca ausente y para que las víctimas continúen sin representatividad. Precisamente la ceguera moral conduce a la desidia moral y la llamada verdad posmoderna como una fábrica de mentiras se continúa utilizando para encubrir a medias la corrupción que se desató como consecuencia de esta relajación de las costumbres y de de la justicia a través de jueces y magistrados cuya única ambición consiste en acceder a un prestigio social y cuyo resentimiento político es consecuencia del fracaso del aventurerismo de extrema izquierda. ¿Quién, bajo estas ambigüedades jurídicas respecto al Derecho universal puede estar calificado para juzgar los crímenes de guerra, de lesa humanidad si ya el más alto Magistrado dictaminó que para lograr la Paz era necesario olvidarse del Derecho? ¿No es un sofisma de distracción decir que “todos somos culpables”? ¿Acaso no es a un proyecto totalitario lo que se está condenando? ¿Quién podría seguir defendiendo el uso de la violencia contra la población como arma política a “nombre de la historia”?
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En Nuremberg se hizo el juicio a una ideología perversa, a altos personajes, supuestamente seres civilizados, que justificaron la eliminación de seis millones de judíos, de dos millones de católicos, gitanos. ¿Cuántas vidas de seres inocentes eliminó el proyecto de calcar aquí un régimen bolchevique? ¿Estamos teniendo en cuenta el sufrimiento de esos seres humanos o lo que preocupa solamente es hacernos creer que la justicia reside en la milimetría con que se han nombrado los Jueces en la JEP y no en la promesa de que esto no se volverá a repetir? “Una atrocidad es un acto de terrorismo que no obedece a un genuino propósito militar” recuerda Orwell, lo que lleva a la disyuntiva de brutalizar más la política o construir civilización construyendo democracia que sería el objetivo de una nueva cultura.
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