El culto al árbol es nuestra religión más transparente y vital, nuestra vocación más sencilla y perdurable y todos los pueblos de la tierra supieron que en la vegetación y en los árboles reposan los espíritus ancestrales
Cuando Julio César interrogó a los germanos sobre la extensión de la selva en el centro de Europa ellos hablaron de caminar por meses antes de encontrar su límite; no solo en ese continente sino en el planeta los árboles dominaban la tierra con excepción de los desiertos milenarios en los cuales la composición del suelo no había permitido aún la emergencia de vegetación. La selva con su silencio y oscuridad era sagrada. Entre teutones y celtas selva es santuario, templo. Los antiguos germánicos castigaban a quien descortezaba un árbol vivo abriendo su vientre por el ombligo y obligándolo a dar vueltas alrededor del árbol con sus propios intestinos. Se cobraba la vida con la vida.
La sacralización del árbol es universal y nuestros antepasados americanos aún hoy piden perdón, oran y proceden con extrema piedad antes de sacrificar un árbol. Cada una de sus partes es cuidadosamente utilizada y los ritos de restitución son severos. La independencia americana está ilustrada en el Samán de Guere que hoy yace seco y ante él se han hecho juramentos vacíos e incumplidos. Quizás eso explique nuestro destino turbio y nuestro futuro incierto.
El hecho central de lo que narro es que el culto al árbol y el respeto por las selvas del planeta está unido a nuestro paso por la vida maravillosa y el desierto es su contraparte terrible, el espacio en el cual la vida es exigua y se sale a buscar a los dioses monoteístas crueles, despiadados. La higuera sagrada de Rómulo secándose ilustró para todos los romanos la declinación del imperio. Y hoy millones de seres humanos luchamos por preservar nuestra morada rindiendo de nuevo culto al árbol pues ya sabemos que hay pocas posibilidades en el desierto que crece. Y, paradójicamente, ese desierto puede ser sobre el agua bajo la forma de islas repugnantes de plástico sobre los océanos. Estamos desertificando los mares que son el origen de la vida.
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Los caldos primordiales emergieron del mar y allí se gestó la vida en su diversidad y luego pobló las rocas. De las aguas emergió el gobio e ilustra bien nuestro destino, ese pequeño pez que se aventuró a arrastrarse sobre sus aletas que luego se convirtieron en extremidades, piernas, brazos, alas. Y toda la capa vegetal de la tierra, el humus al cual nos debemos surgió de las lombrices. La ciencia se ha demorado unos cuantos siglos en comprender esas interacciones profundas entre las especies pero los pueblos originarios las entendieron de manera intuitiva e instantánea.
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El culto al árbol es nuestra religión más transparente y vital, nuestra vocación más sencilla y perdurable y todos los pueblos de la tierra supieron que en la vegetación y en los árboles reposan los espíritus ancestrales. Por ello es triste y deplorable que sea América tropical el sitio que destroza selvas con rapidez desenfrenada y loca. Los incendios en California quizás son el anuncio del fuego que nos devora como especie, el castigo por la impiedad y el desatino. Y en un sobrio culto al árbol en navidad hay una promesa hermosa de que no todo está perdido y podemos seguir cultivando el amor, la fraternidad y el respeto por el planeta y la vida espléndida que nos albergan. Y cuando digo sobrio y austero me refiero a que embelecos de consumismo estéril son una forma del desierto que producimos sin cesar y sin conciencia amenazando con gestos implacables toda la vida en la tierra.