Tránsito del “cielo prometido” al “infierno tan temido” a punta de endecasílabos
1.
Había en casa una voz que cuando no estaba cantando, o echando cantaleta porque ensuciaron el piso con los tenis empantanados, se dedicaba a la recitación. Eran versos a la luna (“ya del oriente en el confín profundo…”), o costumbristas sobre tórtolas y palomas, o salutaciones a la feracidad americana. De vez en cuando, se colaban algunos sobre El cultivo del maíz en Antioquia y casi nunca faltaban las sonoridades de Rubén Darío.
La casa era, en medio de un habitual desorden, una convocatoria de palabras rimadas, musicales, con ritmo y armonía. Y así fuimos creciendo, cuando no en la calle con sus sorpresas y novedades, con la poesía, mala y buena, que recitaba la señora rubia, a la que, por lo demás, le encantaba echar mentiras y otras historias.
No sé a qué edad ni en qué circunstancias escuché aquel soneto por primera vez. Y digo escuché, porque en casa, más que leer poemas, se oían. Claro que, más tarde, advinieron libritos comprados en baratillos y quizá en la Cacharrería La Campana, de Guayaquil, con poesías de Barba, de Epifanio, de León de Greiff, de un peruano dulzarrón que se llamaba José Santos Chocano y más tarde de poetas franceses simbolistas.
Pero aquel soneto sí fue una revelación. Creo que hizo parte de la primera infancia. Y a lo mejor, quién sabe, pudo haberlo ella recitado desde que amamantaba a los críos. Al principio, solo nos seducía la musicalidad. Y eso, de seguro, pasaba con las fábulas de Pombo, con las de Samaniego y aun con las muy politizadas de Esopo. Después, las palabras con sus significados evidentes y ocultos nos arroparon. ¿Qué era aquello que a veces producía dolor? En otras ocasiones, era como la expresión de una alegría medida, sin desbordamientos, pero intensa.
El poema lo aprendimos por ósmosis. Se hizo familiar. Era parte de la cotidianidad hogareña. En la que, como agregado, poco o nada se rezaba. Si había alguna oración era, más que todo, no como una muestra de piedad, sino de puras curiosidades. Resultaba así con las letanías lauretanas, en latín, que eran toda una festividad de palabras que, desde luego, uno poco o nada entendía, pero hacían parte de una delicadeza nocturna.
Y así se articulaban de modo juguetón “Kyrie, eléison. Christe eléison… Christi áudinos… Máter inviolata. Máter intemerata. Stella matutina. Virgo veneranda…”, y a veces eran motivo de risotada, porque, solía suceder, cuando había asuntos muy solemnes y ceremoniales, se le bajaba la pompa a punta de chacota. Pero aquel soneto, que salía espontáneo de la interpretación de mamá, sí era como si estuviéramos desayunando con ricas viandas, a manteles.
“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte”.
La primera cuarteta, con sus endecasílabos (claro, esos conceptos los aprendimos mucho después) brotaba como si saliera agua de la canilla, en el momento en que se estaban lavando los platos… Y entonces, la segunda se erguía como una serpiente encantada:
“Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.”.
La voz se regaba por los ámbitos domésticos y al final de cuentas se hacía tan natural que, con el tiempo, uno mismo resultaba diciendo el poema como si estuviera cantando una canción de moda o contando una aventura de esquina. Y entonces, como por una caída de agua limpia, bajaba el resto del soneto.
“Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara,
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.”.
Nunca supe por qué ella lo aprendió. Ni dónde. Tal vez lo pudo memorizar de algún librito de sonetos místicos. O se lo escuchó a alguna monja cuando estudió en un colegio religioso. Como hubiera sido, era parte de su personalidad, llena de inquietudes por artistas como Miguel Ángel, Rafael Sanzio y por las canciones de Margarita Cueto. Lo decía sin poses, sin dramatismos, como si estuviera en una conversación con amigas, que tampoco le conocimos muchas.
El soneto se hizo parte de la familia. De modo natural. Sin pretensiones de oración. Ni de adoración doctrinaria. Fluía sin ninguna valoración religiosa ni de otra laya. Solo por su belleza intrínseca y extrínseca. Se nos pegó, como los clavos a la cruz. Como las espinas a la cabeza del martirizado. Me parece que entonces el soneto era como las rondas que, en las esquinas y las aceras, cantaban las niñas de la barriada.
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2.
Pasados los años, muerta la voz, leídos otros poemas, aparecieron historias que advertían que Soneto a Cristo crucificado era anónimo. En un tiempo, se escuchó que podría ser de Teresa de Ávila y Ahumada, aunque, nunca, de Juan de la Cruz. Esos descomunales místicos, aunque tuvieran, como tuvieron, el talento para una creación así de portentosa, tenían otras maneras del canto. No me mueve, mi Dios, para quererte está reputado como uno de los sonetos más bellos y hondos de la lengua castellana.
Se sabe, o, por lo menos, se plantea, que su composición data de principios del siglo XVII, y aun hoy, tras tantos estudios e investigaciones de tratadistas, se advierte que es un soneto sin autor. ¿De Cervantes? ¿De Quevedo? ¿De Lope? Se han formulado hipótesis, realizado comparativos, buscado coincidencias estilísticas. Y no. El que más se ha aproximado a la autoría es Miguel de Guevara (¿1585? - ¿1646?), fraile agustino, poeta y filólogo, español y mexicano, que pudo haber sido pariente lejano de Hernán Cortés.
Marcelino Menéndez y Pelayo lo incluyó entre “Las cien mejores poesías de la lengua castellana”. El filólogo y crítico literario español dijo que había que resignarse a tenerlo por “obra de algún fraile oscuro”. Los jesuitas lo adoptaron como parte de su acervo espiritual e imprimieron como obra de Francisco Javier o de Ignacio de Loyola, ambos santos. Cualquiera, claro, quisiera ser autor de una joya de esa estirpe.
Los mexicanos que se han puesto a rebujar archivos y buscar relaciones, se lo han atribuido a Guevara, como si se tratara de una contienda en defensa del orgullo nacional. El soneto, se cree, sí fue recogido por él, que lo incluyó en sus notas, pero no es de su autoría. Eso se ha discutido. Después de tantas pesquisas, a veces inútiles, se ha dicho que no importa de quién sea tal maravilla. Lo importante es la onda que transmite, su belleza, la perfección y fuerza de sus versos.
Una pregunta al respecto del anonimato puede ser ¿por qué un autor no va a firmar un portentoso soneto como el del Cristo crucificado? Otra: si no había para el caso peligros de inquisiciones y amenazas de hoguera, ¿por qué no suscribirlo? Parece, hasta hoy, que no se ha podido encontrar al autor verdadero del poema espiritual, pese a múltiples investigaciones y seguimientos.
Tal vez uno de los buscadores más intensos y disciplinados al respecto, haya sido Alberto María Carreño, cuyas publicaciones sobre el asunto han hecho creer que, en efecto, el autor del soneto era Miguel de Guevara. En el ámbito académico se han continuado acciones para saber a ciencia cierta quién fue el creador. Pero, en general, domina la tendencia de seguirlo considerando como anónimo.
El libro de Carreño, en el que hace gala de su sapiencia sobre poesía y otras disciplinas, es “un gran palacio de erudición” en el que va descartando posibles autores para dejar como su forjador al padre Miguel de Guevara. Sin embargo, todo su edificio teórico se derrumbó con la publicación de una breve crónica en El Eco Franciscano, del padre Atanasio López, quien señaló que el soneto se había publicado en España diez años antes que apareciera en el manuscrito citado por Carreño en sus pesquisas (El soneto había aparecido en el libro del presbítero Antonio de Rojas, La vida del espíritu, Madrid, 1628.).
El soneto en cuestión, de tiempos del barroco, tiene un quietismo espiritual que, más que deslumbrar, encamina a una reflexión profunda sobre los significados del amor, sobre el sujeto amado y acerca de quién es el amador. Es un amor que trasciende los miedos, en una tradición que ha mostrado dioses y profetas de la destrucción y el castigo. Vengadores.
El “ofrendador” está perplejo ante el crucificado, ante sus heridas, ante la afrenta que le han propinado, y se vuelve emoción, no ante las promisiones o amenazas (cielo, infierno) sino porque su querer las trasciende. Va más allá de aquel “muero porque no muero” de la carmelita de Ávila. Y más allá de la “llama de amor viva” del patrono de los poetas, Juan de la Cruz.
Hoy, el “infierno tan temido” de otros tiempos, como puede ser el que, en medio de círculos y fosos, describe con horrores y maestrías Dante, no despierta temores. No asusta. Es más, ya habita en la cotidianidad terráquea. Se ha naturalizado. Pero para la construcción del soneto en mención, sí es una categoría, una instancia aterradora. Así que el valor de aquella afirmación “no me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte” es una declaración de amor a ultranza.
Ahora, cuando hace años que la voz casera que nos lo recitaba con insistencia desinteresada se ha esfumado para siempre, el soneto sigue viviendo. Y continuará inquietando al mundo con su ardorosa belleza por “toda” la eternidad. Así es. Así será.
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Soneto a Cristo Crucificado
Soneto a Cristo crucificado
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.