Tratan de mantener apariencias exhibiendo formas democráticas, para encubrir las trazas de una dictadura siniestra.
Muchos colombianos se alcanzaron a ilusionar con el fallo de la Corte Constitucional que parecía devolverle las atribuciones que le fueron sustraídas al Congreso de la República en lo referente a la discusión de los proyectos de ley con los que se pretende implementar lo negociado con las Farc, pero no es más que contentillo, y ni eso.
Si bien la decisión de la Corte puede ralentizar el trámite de las leyes, puesto que ahora podrán discutirse, la realidad es que el Gobierno posee las mayorías suficientes para hacerlas aprobar como las presente. Tal vez haya algunos parlamentarios díscolos que aprovechen para exigir más mermelada, y que en alguna votación se presenten inconvenientes para conformar el quórum, pero esas son cosas normales en el funcionamiento del Congreso que apenas se recordarán como anécdotas de un proceso que no tiene reversa.
Dentro de un tiempo se dirá, igualmente, que esto es prueba de que en el país sí existía separación de poderes y que no era cierto que el Legislativo se hubiera convertido en un convidado de piedra o que la democracia colombiana hubiera sido pisoteada para implementar una negociación con bandidos a pesar de que el cadáver del plebiscito es la mejor prueba del delito.
Incluso, la decisión de la inefable Corte Constitucional no parece haberse producido como una muestra de sindéresis e independencia sino de todo lo contrario. No es del todo aventurada la tesis del noticiero (santista) de Yamid Amat en el sentido de que esta aparente derrota del Gobierno fue provocada por la senadora Viviane Morales en venganza por el entierro que la coalición santista le propinó a su referendo contra la adopción de menores por parte de parejas LGTBI.
Y si bien ello parece simple especulación, la verdad es que ese nefasto tribunal se mueve como una veleta que apunta hacia donde sople la mayoría de esos nueve personajes que, sin voto popular alguno, son elegidos como resultado de un delicado juego de intereses políticos, todo para terminar tomándose atribuciones en terrenos ajenos, como en materia legislativa y penal.
No se puede olvidar que esta misma Corte estiró como plastilina el concepto de voluntad popular para dictaminar que el ‘nuevo acuerdo final’, con retoques meramente cosméticos, podía ser ratificado no por votación directa del constituyente primario, como lo había reglamentado inicialmente, sino por votación de sus representantes, los honorables parlamentarios, como si unos y otros fueran la misma cosa. Eso no se diferencia en nada de la constituyente corporativa que Maduro está convocando en Venezuela, sin el distintivo sagrado de la democracia, como es el voto universal.
Y es que no es la primera vez que nuestras altas cortes se comportan como en el hermano país. Basta recordar el episodio de los computadores de alias ‘Raúl Reyes’, confiscados cuando nuestras autoridades dieron de baja al terrorista en territorio de Ecuador. En ellos había información que comprometía a gobiernos y figuras políticas de países vecinos, así como a decenas de colombianos que deberían haber terminado en la cárcel por su connivencia con las Farc. Sin embargo, no bastó que Interpol certificara la autenticidad de los documentos encontrados; la Corte Suprema de Justicia desestimó los computadores de ‘Reyes’ como material probatorio. Con casos similares se podría llenar un libro, estas cortes se ufanan de ser ‘progresistas’ y todos sabemos qué significa ese eufemismo.
Por su parte, Santos ha dado la más patética demostración de entrega a las Farc al rendirle cuentas a su camarada ‘Timochenko’ sobre la reunión con Donald Trump, pero las cortes no han sido inferiores en la última década, aunque han disimulado mejor. Ahora tratan de mantener apariencias exhibiendo formas democráticas, para encubrir las trazas de una dictadura siniestra.