Es una triste deformación de la democracia que al poder puedan llegar candidatos que han sido autorizados por sus electores de recurrir a la violencia de estado para “resolver” la profunda injustica que lleva más de cinco siglos en América Latina
La execración tiene un sentido religioso análogo al de excomulgar o expulsar pero execrar es también un acto humano de profunda inhumanidad. Ser humano es estar lleno de paradojas pero esta de acoger y expulsar o execrar es la más dura e inapelable.
Leo estupefacto las palabras de Hamilton Mourão, el posible vicepresidente en el Brasil de Bolsonaro, quien ha sido herido con cuchillo en plena campaña. Ya Bolsonaro, capitán retirado, ha dicho cosas terribles y los gestos desde la clínica lo confirman; como representante de la extrema derecha su llegada a la Presidencia será una tragedia anunciada, pero su candidato a la vicepresidencia, general retirado, ha recordado no sólo a los agresores sino a todos los brasileros: “Si quieren utilizar la violencia, los profesionales de la violencia somos nosotros”. Su jefe le invita a moderar pero lo que ya han dicho encarna una visión desastrosa. No sólo parecen disponer de la fuerza pública como si fuera su propiedad, hablan como si ya hubieran llegado al poder. Y lo peor es que el candidato ha dado declaraciones brutales contra las mujeres, los indígenas, los negros y los miembros de la comunidad Lgbti. No dudarán en volver a usar los métodos crueles que las Fuerzas Armadas han usado en el pasado y harán de la tortura un escarnio público.
La tentación militarista en Brasil y la ultraderecha histérica en todo el continente americano son una suerte de respuesta a lo que consideran una barbarie desatada. Pero no olvidamos que no sólo la ultraderecha sino que la izquierda en el poder, en Nicaragua o Venezuela, utilizan el terrorismo de estado como manera de afrontar a pueblos enardecidos por la injusticia y la miseria impuesta a sangre y fuego por siglos. Y es una triste deformación de la democracia que al poder puedan llegar candidatos que han sido autorizados por sus electores de recurrir a la violencia de estado para “resolver” la profunda injustica que lleva más de cinco siglos en América Latina. Y más triste aun que esa salida en falso de la democracia se la refuerce desde las redes sociales, un espacio poco crítico, poco racional y sí muy apasionado. En Colombia tenemos el ejemplo vivo de estas dos deformaciones.
Pero la monstruosidad descomunal que subyace a todos los países mencionados y el mundo entero es la de la injusticia, la de la acumulación de privilegios en elites corruptas que no dudan en masacrar a la población y a sus líderes. La distinción de izquierda o derecha ya no tiene sentido, son élites criminales y depredadoras que llegan al poder y tratan a sus opositores como enemigos, invasores o bárbaros. Usan el genocidio como herramienta.
La execración la están sufriendo ya en todo el mundo los millones de seres humanos que emigran y que son tratados como escoria, concentrados en sitios de reclusión, negadas sus mínimas garantías, tratados casi como lo hizo Alemania nazi con los judíos. Auschwitz continua, aquí frente a nuestros ojos y es, tal como lo dijo Primo Levi, un mal del alma humana: “Habrá muchos, individuos o pueblos, que piensen más o menos conscientemente, que ‘todo extranjero es un enemigo’. En la mayoría de los casos esta convicción yace en el fondo de las almas como una infección latente; se manifiesta solo en actos intermitentes e incoordinados, y no está en el origen de un sistema de pensamiento”. Es el reinado del odio. El rasgo de Caín, aquí cerca, pidiendo pasaportes a venezolanos que huyen despavoridos del oprobio y la miseria.