No se discute: otra vez la guerrilla decidirá quién irá a gobernarnos
No se discute: otra vez la guerrilla decidirá quién irá a gobernarnos. Y esta vez las dos guerrillas, Farc y Eln, pues esta última, aunque menos que la primera, de algún modo marcará la opción a elegir en el dilema que polariza al país: centroderecha o centroizquierda, o, en otros términos, pulso firme o pulso flojo con la paz y los reinsertados.
Los elenos de su parte, de aquí a las elecciones tienen su protagonismo garantizado sólo por estar sentados a la mesa en Quito. Y el país, con algo de aburrimiento y escepticismo, sigue el desarrollo de los diálogos, atento a lo que estos prometen o auguran y, sobre todo, qué los acompaña por fuera de la mesa, si persisten en sus habituales fechorías, si las recrudecen o atenúan. El Eln pesará pues en el futuro inmediato más de lo que a primera vista parece. Su incidencia en el ánimo de la ciudadanía será superior al tamaño que se le conoce a dicha agrupación de iluminados que se degrada cada vez más. E incidirán también los elenos en la opinión que la gente se forme de las Farc, para su desgracia. Agravada esa opinión por el manejo que las mismas Farc le den a la llamada “implementación”, hoy en marcha, de lo acordado en La Habana. Alrededor de la cual hay ya un claro forcejeo con el Gobierno, según como cada cual interpreta y aplica lo que le atañe del acuerdo. Por ejemplo, y en lo que a las Farc respecta, asuntos como la devolución de los niños reclutados (que se cuentan por centenares), la liberación de los secuestrados todavía vivos, la entrega de armas con su respectivo número de serie (que no quieren reportar, acaso para no comprometer a Venezuela, su proveedora), la reparación sin regateos a las víctimas, y otros asuntos no menos cruciales. Y del lado del Gobierno, como sabemos, hay también demoras inexcusables en cuanto a los campamentos, etcétera.
La insurgencia armada es el lastre casi inercial que cargó Colombia por siete décadas, y todavía carga por cuenta de los elenos. Herencia de la célebre “Violencia” que tuvo su clímax en el “bogotazo” del 9 de abril del 48, cuando explotó ella en la capital y otras ciudades, a manos del populacho enardecido, que creía estar vengando a su líder caído. Nadie en el continente, ni siquiera el Méjico de Emiliano Zapata, ni la misma Colombia de la guerra de los mil días, había pagado un precio tan alto como el que pagamos nosotros por culpa de esta democracia recortada y chata y de unos odios ancestrales, venidos de esa España siempre obscura y cavernosa, aunque a ratos lúcida, y por ende sublevada.
El párrafo arriba intercalado a modo de retrospectiva acaso nos ayude a entender que la sempiterna guerrilla que padecemos tiene sus raíces en la Colonia, donde hubo incluso rebeliones masivas como la de los comuneros de José Antonio Galán, iniciada en Santander y que se extendió hasta Guarne, Antioquia. Lo cual no fue puro azar, o contingencia simple, y da idea del alcance y el carácter que revistió hace siglos ese levantamiento, que no fue el único en el Virreinato, regido por unas autoridades que la élite criolla secundaba.
Y a lo largo de la historia tuvimos aquí decenas de guerras y guerritas civiles, nacionales y locales, muchas de las cuales no fueron más que reyertas de comarca entre clanes, cuyas tropas intermitentes operaban como guerrillas. En resumen, no nos falta tradición al respecto. Y no sería raro que, zanjado el conflicto con los elenos (si es que ellos se allanan) surgieran mañana más conflagraciones y guerrillas. Pues se trata de un mal endémico incorporado a nuestro ser nacional o, al decir de los entendidos, a nuestro ethos y a nuestro pathos.