Esos rios que fluyen con palabras remantes

Autor: Memo Ánjel
4 marzo de 2018 - 02:00 PM

No solo de pan vive el hombre, pero sin pan no vive y mucho menos puede remar.
Valerie Meikle. Hacia el corazón del Amazonas.
 

Medellín

Sobre el río
El río brota claro, fluye lento, crea sus meandros para no morir, se amplía con las lluvias y crece y, al fin, en forma de delta o de estero, se da la mano con el mar. Y lo que pasa en ese fluir, es lo que les sucede al hombre y la mujer: lo que han dejado en su transcurso de días y de noches, de calmas y tormentas. Buda, que seguro conoció los ríos de la India y de Birmania (donde sus estatuas ríen), dice que la vida es un río y a sus orillas dejamos lo que hacemos. O sea que vamos marcando el camino. Ya cuando llegamos al final, con todo lo que ha sido inevitable, el mar nos acoge o nos escupe. Y lo que haya sido de nosotros, se hereda como marca. El río es una memoria que se mueve y el olvido no cabe ahí.   
América del sur es una tierra de ríos y selvas grandes: el Amazonas mítico (en él el padre Carvajal habla del país de la canela), el de La Plata (que tienen puntos en que es más ancho que largo, como pasa frente a Montevideo), el Paraná que viene de Brasil y se abre en Argentina, el Putumayo que es frontera delirante entre Perú y Colombia, el Meta llanero, el Apoporis que estaba escondido en el mapa y el Orinoco, de quien Julio Verne escribió una novela, El soberbio Orinoco, narrando un viaje ficticio en el que un hijo busca al padre, y quizá previendo (Verne) que todo viaje por un gran río es un juego en el que la realidad y la ficción se confunden como lianas y serpientes, como bien le pasó al tirano Lope de Aguirre (llamado el Peregrino) que, mal navegando por el río Marañón, deliró hasta creerse un hombre libre de reyes y de dioses, lo que le valió que le cortaran la cabeza y la exhibieran en una jaula. Lo que igual pudo pasarle a Maqroll el gaviero, cuando Álvaro Mutis inicia su saga con él en La nieve del almirante, navegando por un río alucinante que se llama el Xurandó y que no existe.   
Y en estos ríos de América del sur, que se crecen con las tormentas y crean aguas pandas en las inundaciones, que son peligrosas por las víboras y las pirañas enanas, ha pasado de todo. Primero fueron los animales parlantes, las guacamayas y los loros, luego los delfines rosados que robaban mujeres jóvenes para procrear con ellas en el fondo de las aguas, después llegó el jaguar y la boa y con ellos los chamanes y los hechiceros, los primeros haciendo el bien con su conocimiento de las plantas y los segundos el mal, aunque algunos de estos se arrepintieron y se dejaron tragar por las ciénagas o se convirtieron en micos, eso dicen. Y en estos ríos que se movían por la selva, aparecieron pueblos, unos de caras rojas y manos negras, otros con puntos grabados en el cuerpo, algunos sin pelo y los más, hombres y mujeres verdes de los que John Fowles, en su libro El árbol, dice que se mantienen en estado de creación, pues siempre son distintos según la vegetación les indique. Hombres que entienden el sonido de los grillos y el croar de las ranas, el paso de los monos buscando fruta dulce, el silencio de los helajes (vientos fríos que vienen del sur del Paraná) y los círculos de los remolinos, que hay que saber manejar con la canoa yendo siempre por el centro. También saben de los espíritus, de las nieblas que cubren las orillas en la mañana y de las hormigas y el caimán negro, que comen gente.  

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La historia del río
Desde siempre, los vivos (hombres, animales, plantas) han estado a las orillas de los ríos. Ahí está el agua, la vega fértil que nace de la inundación, el más allá por el que se llega a otra parte. En las orillas, respetando la línea de las aguas pandas, se crearon burgos, ciudades, caseríos, sitios a los que iban a esconderse los marginales (como narra Mark Twain hablando del Misisipi) o imperios delirantes de hombres encloquecidos, como pasa en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, su mejor novela de terror y en la que Francis Ford Coppola se inspiró para su película Apocalypse Now. Y en esos ríos la historia fluye, la del rio Congo y los bantúes (explorado a fondo por Henry Morton Stanley, en el siglo 19), la del Danubio, tan bien contada por Claudio Magris para dar cuenta de un río que nace como un charquito en la Selva Negra alemana y termina en el Mar Negro, después de crear la civilización de la mittel Europa, lo que incluye a Franz Kafka, Elías Canetti, Freud y al imperio Austrohúngaro con sus católicos, judíos y musulmanes. En Sombras sobre el Hudson, Isaac Basehevis Singer habla de la gente que se quedó sin alma después del Holocausto y la caída del III Reich se narra entre el Vístula y el Elba, ríos que llegaron a tener más muertos que peces en sus aguas. Y, para entender la revolución bolchevique, desde los cosacos, Mijaíl Shólojov, escribe El Don apacible, una tetralogía sobre estepas y barcazas. Así, todos los ríos han visto lo que han hecho y sentido los hombres, lo que han construido y destruido, sus pecados, sus demencias y alucinaciones. Y en América del sur, con sus ríos tropicales, inmensos y desmesurados, infinidad de afluentes y caños con sus mosquitos varios, la historia ha sabido de la Casa Arana y sus atropellos y torturas a los caucheros boras y huitotos (a muchos les cortaron las manos y las piernas por no dar la cuota de trabajo), de los asesinatos de quienes defendieron la selva (el caso Chico Mendes), del paso de gente borracha disparando contra los árboles y los micos, los indios en las canoas y las mismas monjas, que donde hay rio y selva no faltan. Muy guapas estas mujeres de blanco, que se diferencian de los tantos frailes que, siempre rijosos y rezando, piden perdón en esos calores y así lavan los pecados cometidos y los por cometer. De los desvaríos y origen de estos enviados, da razón fray Gaspar de Carvajal cuando escribe la crónica (1542) del capitán Francisco de Orellana y el descubrimiento del río de las amazonas, asegurando el cronista que pelearon con estas mujeres sin un seno (a-mazón) y no pudieron ganarles. Algunas tenían los ojos azules y disparaban flechas más grandes que ellas. De esa pelea mitológica, le nació el nombre al río: Amazonas. Lo de los ojos claros en esas mujeres, debe ser alguna reminiscencia a los vikingos (que hicieron navegación de cabotaje siguiendo las costas americanas) o el delirio de una fiebre producida por la punzada de un cardo venenoso, un mosquito miniatura, la mordida de un animal enfermo (con escamas, pelo o alas) o la maldición de un brujo. En este río de las amazonas, todo es posible. Esto lo saben los que han navegado por él, en especial los que nunca volvieron. De ellos a veces hay un recuerdo: una carta sin enviar, un reloj que se oxida, un disco que les gustaba oír con los ojos cerrados, alguna palabra que no cumplieron, una mujer que no para de mirar el río.  


El río Amazonas
Es una bodega de agua y ni el Nilo, ni el Yangtsé ni el Misisipi serían capaces de llenar su cauce. Y es el más largo de todos los que hay sobre la tierra, así como el que más niebla produce y el que tiene más biodiversidad en sus orillas, que van desde el Perú (donde nace), pasa por Colombia y al fin, en Brasil, desemboca en el océano Atlántico, llevándose consigo lo que paso y lo que pasa. Los contrabandistas lo aman y antes de entrar en él, acarician sus aguas para que se porte bien. Dicen que también le rezan, pero la oración no la conoce nadie. Tiene el encanto de ser pronunciada y olvidada. Y solo llega con los pájaros antes de amanecer y esa es la única oportunidad. Un contrabandista que hace la guardia, anuncia el momento del rezo cuando siente a los pájaros rompiendo la oscuridad. Son aves de colores y algunas hablan. 
Al Amazonas y su entorno muchos vinieron a saquear: evangélicos como los del Instituto Lingüístico de Verano que, además de robar palabras para el sistema de claves que se usó en Viet-Nam, tomaron para sí los secretos de la medicina milenaria de los chamanes (llegaron a patentar sus plantas y métodos de curación), les dijeron a los indios que andar desnudos era un pecado terrible y casi destruyeron las cosmogonías en las que creían los aborígenes, castigando con terror a los que persistían en sus creencias. Y en nombre de esa nueva religión, una tal Sophie Müller se hizo adorar como diosa. Eso, lo que sucedía selva adentro, se comentó en los caseríos del río y los caños, en las cantinas donde vendían aguardiente y cachaza y hasta en los internados donde los niños aprendían a leer.
Llegaron también las compañías madereras y sus sistemas de deforestación en línea, que además endeudaron a los cortadores con cuentas que no podían pagar; los cangaceiros (uno de ellos muy famoso, Cristo Gomes da Silva Cleto, llamado el diablo rubio), que buscaban oro, compraban esclavos y mataban con cuchillo largo; los cacharreros que cambiaban bisutería por yuca y pescado seco, pasta de coca y pociones de yagé; llegaron los corregidores, los inspectores fluviales, los policías castigados u olvidados y algunos soldados de la marina, todos perdidos en esas aguas y junglas. Y en medio de todo este ensamble, las guacamayas y los pericos, las arañas y los bufeos (delfines rosados), las mantarayas que comen tierra y el pito, que es un insecto que se mete en la carne y su llaga es difícil de curar; los alacranes, las hormigas negras y los peces cordero, que entran por los orificios del cuerpo y dañan los órganos cuando tratan de salir. Todo esto lo cuenta Valerie Meikle, en su libro Hacia el corazón del Amazonas, que es más bien un libro sobre el río Putumayo, en el que habla también de hamacas coloradas y ranchos abandonados, del pez temblón que inmoviliza a sus víctimas, de la corrupción en cada puerto y del desamparo en que se vive, así sea ayudándose de un tarot ecológico o de un manual del Kamasutra. Para esta inglesa andariega, todo vale, incuso no curarse usando penicilina.
Pero el libro que narra lo que hay alrededor del Amazonas, el Putumayo, el Vaupés y el Apoporis, es El Río, de Wade Davis, que cuenta sobre etnias y botánica, y las andanzas del antropólogo Richard Evans Schultes, desde 1941, cuando los mapas estaban mal hechos, no se encontraba nada bien señalado y saber dónde se estaba era casi un milagro. Y en ese viaje por el río y sus fronteras, por entre las plagas y los rezos, el objetivo es uno: la reconciliación necesaria con la naturaleza y con el hombre verde, que no es un buen salvaje roussoniano, sino alguien que pertenece creación y por eso tiene alma. Y así, regresando a lo que se creía para que haya literatura y palabras que entender, y tomando conciencia de lo que se sabe para que las historias crueles no se repitan, el Amazonas (y por extensión los otros ríos) volverá a ser puro, fluirá y llegará limpio de diablos al mar, como si hubiera bebido la esencia de la ayahuasca y escupido el mal.

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