Análisis del periodista y escritor sobre una de las obras más conocidas de Hemingway, para indicar que “este libro incompleto, es una clase magistral de literatura. Y de saberse esconder”
Andando por la Rue Bonaparte, me fui a casa por el camino más corto.
Ernest Hemingway. Paris era una fiesta.
Incluso el peor Hemingway nos recuerda que, para comprometerse en la literatura, primero hay que comprometerse en la vida.
Anthony Burgess. Hemingway.
Un libro sin concluir
Después de El viejo y el mar, novela publicada por la revista Life en 1952 y ganadora del premio Pulitzer en 1953, Ernest Hemingway tuvo dos accidentes de avión en África y, para calmar los dolores, bebió y deliró más de la cuenta. No asistió, entonces a la recepción del Premio Nobel de Literatura, en 1954, pero siguió escribiendo, convirtiendo la memoria en literatura pura. Y si bien siempre lo había hecho, esta vez lo hizo más despacio, buscando palabras, perdiéndose en ellas y yéndose a la deriva. El 2 de julio de 1961, se voló los sesos metiéndose una escopeta de dos cañones a la boca y apretando el gatillo. Al cura católico que realizó el funeral, le dijeron que había sido un accidente. Ya se sabe, por esos días los suicidas seguían yéndose al infierno. No sé dónde irán ahora.
Pero antes de esta salida teatral (pegarse un tiro ha sido el libreto final de muchos), en 1957 Hemingway se acordó de una maleta que había dejado en el hotel Ritz de París, en 1928. La encontraron y se la enviaron. Ahí había apuntes sobre muchas cosas. Y de esas hojas escritas con estilográfica, provienen varios libros póstumos: Un verano peligroso, Islas en el Golfo (o a la deriva), El jardín del Edén, Al romper el alba y Paris era una fiesta, todas creando el a-priori al suicidio, que es algo como matarse antes de que la muerte lo mate a uno. Alguien dijo esta frase o quizá fue un grafiti que leí en alguna calle. Importa poco. Lo que interesa es Paris era una fiesta (The moveable feast), expresión que A. E. Hotchner le escuchó a Hemingway en el bar del hotel Ritz en 1950, y con el que titularon este libro inconcluso que tiene dos ediciones, la primera con censura y a cargo de su última esposa, Mary, y la segunda, a la que le han agregado papeles de la maleta esa de 1928. Pero seguramente este libro, que cuenta solo una parte de lo que vivió Hemingway en la década de 1920 (llamados los años locos), contiene la base de muchos otros relatos y novelas en situaciones que no se contaron. En su estancia en el París de los 20, como dice Anthony Burgess en su libro biográfico Hemingway, Ernest Hemingway hizo más que beber, pasear, enviar artículos al Toronto Star y visitar a Gertrude Stein. Así que el libro está inconcluso y es maravilloso que así sea, porque le da al lector la oportunidad de quedarse en suspenso mientras aprende cómo es que se debe escribir. Este libro incompleto, es una clase magistral de literatura. Y de saberse esconder.
Un ring de boxeo
Recién casado, Hemingway aceptó el consejo de Sherwood Anderson, el escritor que más lo influyó: “Si te vas a ir, la ciudad es Paris, el único lugar para un escritor”. Y allí fue a parar con su primera mujer, Elizabeth Hadley Richardson, que le llevaba ocho años y tenía una renta de 3.000 dólares anuales. Pero no llegó como escritor sino como periodista que enviaba pequeñas crónicas cuando podía, lo que lo llevó a vivir bien que mal. El resto del dinero se lo ganó peleando con otros en el ring, haciendo de sparring (recibidor de golpes), y defendiendo a James Joyce que, como era peleador y medio ciego, en la peleas en las que se metía no hacía más que gritar: “¡Dale, Hemingway! ¡Dale!” Y Ernest Hemingway daba golpes. En estas peloteras lo acusaron que solo les pegaba a los más chiquitos. Claro que no eran comunes los que medían más de 1.80 mts., la estatura que tenía Hemingway, además de su cuerpo de toro. Los franceses no son muy grandes y asustan poco, así estén tatuados.
Pero Paris a más de una ciudad para un escritor, es también un sitio para aventureros. Y los aventureros van de un lugar a otro, hablan más de la cuenta, viajan sin recursos y son unos soñadores, aun cuando los golpea el hambre mirando las vitrinas de las panaderías o a alguien que se atiborra en la mesa de un restaurante. Y en el caso de Hemingway, era un aventurero. Dos cuentos escritos en ese París, lo evidencian: Campamento indio, donde al final dice que él no se va a morir, y El río de los dos corazones, narración que concluye diciendo que faltaban muchos días para irse a pescar al pantano, donde estaban las truchas grandes. En esos dos relatos, el primero sobre la vida y la muerte, y el segundo en torno a evitar la eternidad (publicados en In Our Time, su primer libro), ya sabe cómo moverse. Y en ese movimiento, que sigue siendo como en el boxeo, corrige las pruebas del libro de Gertrude Stein (The making of Americans), conoce a la amante de esta, Alice B. Toklas, aprende a no usar palabras que son impublicables, dice que es homofóbico, se entera de la vida disoluta de Scott Fitzgerald y su esposa Zelda, juega a los caballos por si de pronto le llegan montones de dinero, se hace amigo y enemigo del boxeador judío Harold Loeb y oye que la novela más perfecta que se ha escrito en América es El gran Gatsby (de Fitzgerald), que abre la era del Jazz. Los golpes emocionales lo sacuden. Pero se repone leyendo el Ulises de Joyce y yendo con este irlandés a pelear a cualquier parte. Es una especie de niño mimado al que purgan cada tanto. Y a veces con exceso de aceite de ricino, como cuando escuchó a Gertrud Stein someterse a la humillación de su amante. No la quiso ver y se fue del sitio con las manos entre los bolsillos, oyéndole solo sus palabras. Uno de sus ídolos había caído bajo, muy bajo.
Pero en estos años del París-ring-de-boxeo, donde prestaba libros en la librería Shakespeare and Co., Hemingway escribe Fiesta, su contacto con España y los toros, con el torero Nicanor Villalba y el baile de riau-riau. Y en esa primera novela odia a Harold Loeb (que aparece con el nombre de Robert Cohn) porque este toma a un toro por los cuernos, demostrándole que tiene más valor que él. Siempre una pelea, así fue Hemingway.
El baile Musette.
El desenfreno, la elegancia, la impasibilidad y el derroche, los conoció Hemingway en su relación con Scott Fitzgerald; la posición política (nunca tomó partido por nada y por eso la izquierda norteamericana le hizo fuertes críticas), con John Dos Passos; el caos con Ezra Pound, y lo simple en los bailarines del baile Musette, hombres ordinarios que se olvidaban de todo bailando muy pegados a sus mujeres. No tristeza, no rencor, buena comida y vino locales, y después a dormir. Bailarines libre de pecado porque la vida estaba por encima de los arrepentimientos, que no eran muchos sino engaños del deseo, cosa que le pasa a cualquiera. Y quizás en esta gente de baile los fines de semana, Hemingway encuentra su manera de escribir: una frase verdadera, sencilla, explicativa. La línea recta es la más corta entre dos puntos. No hay que adornar nada, solo echarse al ruedo o al ring y contar. Pasos simples, ver lo que hay, entender cómo se coge una trucha y saber dónde se esconde. Y no depender de lo material, solo ir hacia adelante. Nada de “ve y cógelo”, sino haciendo parte de una generación perdida (expresión de Gertrude Stein) y subir a la montaña para bajar de ella, sin buscar, solo viviendo. Y admitir que las cosas son como son, asunto que aprendió después de una ira, cuando Hadley su mujer dejó olvidada una maleta en una estación de tren. En la valija iban los primeros escritos de Hemingway y váyase a saber cómo se usaron. Eran tiempos de escasez.
En París, al son de los bailes Musette, se hizo Ernest Hemigway. Y ese Paris de la hechura nunca abandonó al escritor: “Tengo derecho a estos manjares, ya que los llevo”, escribió. Y que Paris haya sido una fiesta con alegrías y pesares, con decepciones y peleas, con dolor de muelas, gripe y hemorroides, nunca lo olvidó. Uno no es de donde nace sino de donde se hace. Anthony Beevor, en Paris después de la liberación, 1944-1949, cuenta que entre los que llegaron a la ciudad liberada, estaba Hemingway. Llegó allí como corresponsal, pero solo fue a buscar el bar de su preferencia Le café du Dôme. Y allí se emborrachó hasta no distinguir una silla de un pollo. Como con su literatura póstuma, que es un volar por todas partes, para trabajo duro y cantaleta de sus editores.