Suena a cuento chino eso de que los siguientes gobiernos no podrán modificar la Constitución aprobada en reemplazo de la de 1991.
Da la impresión de que el escándalo de Odebrecht y, en general, el continuo destape de hechos corruptos, han servido al gobierno y a sus amigos farquianos para distraer la atención de los colombianos y así en el Congreso pasar las reformas derivadas de los acuerdos firmados en el teatro Colón, de Bogotá, sin que la prensa (muy posiblemente enmermelada) haya dado mayor cuenta de lo sucedido entre los legisladores, quienes, según apuntan algunos, nos metieron en camisa de once varas, pues arrodillados a los designios santistas, aprobaron de todo “en aras de la paz”. Como dirían los abuelos: nos metieron un embuchado.
Uno de tantos puntos delicados ha sido la aprobación de que lo acordado con las Farc entra a la Constitución y reemplaza todo lo que le pueda ser contrario. Más o menos así: nos han cambiado la Constitución del 91, remendada y todo, por esos acuerdos y ahí está para cumplir con ellos como sea. Solamente el paso del tiempo va a mostrarnos en dónde quedamos sepultados, ya que información pedagógica no se ha dado y, a golpe de sorpresas, caeremos en cuenta del hoyo enorme en el que quedamos.
En este país, si se quiere, se puede hasta firmar sobre piedra cualquier compromiso oficial, pues para eso hay eruditos que saben salir del atolladero. Por tanto, suena a cuento chino eso de que los siguientes gobiernos no podrán modificar la Constitución aprobada en reemplazo de la de 1991. Este es un país de inseguridad jurídica y por eso sería torpe e impensable un amarre de tal naturaleza. ¿Que cómo se echa de para atrás? No lo sé porque, para comenzar, ni se conoce con certeza lo que se ha empeñado en aras de una frágil paz, a la que se llegó de urgencia, dándolo todo (y todo es todo) para conseguir el Nobel de Paz. Obvio, los abogados constitucionalistas de antaño quedaron sin oficio práctico porque solo les queda contar cómo eran las cosas antes, ya que en adelante se impondrá acudir a alguno de los jefes (o exjefes) de las Farc para que diga si tal o cual situación se enmarca dentro de la “nueva” Constitución y la respuesta estará basada en qué conviene hacer según lo que interese y favorezca a ese grupo.
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Parece imposible que solamente se trate como tema estadístico el alarmante incremento de los cultivos de coca en Colombia. Esa coca no es para hacer agüitas aromáticas contra el soroche, de manera que alguna repercusión ha de tener en la relación Estados Unidos – Colombia el aumento en las hectáreas así cultivadas, particularmente cuando el Presidente Trump parece tan interesado en racionalizar el gasto. Del Plan Colombia ha recibido nuestro país gran cantidad de dinero, de suerte que o se muestran resultados o esa fuente de recursos se seca. El gobierno santista quién sabe qué razones estará enviando a Washington, por lo que, así hubiera sido corta, creo que alguna cosa debieron decirle a Trump los expresidentes Pastrana y Uribe. Algo dirían porque la reacción de Santos contra el embajador en Estados Unidos fue airada.
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En artículo del pasado 13 de abril en El Colombiano, José Gregorio Hernández G. se refirió a la sugerencia (¿o fue una orden?) de Santos a los empresarios, presentes en una reunión en la Casa de Nariño, cuando les dijo: “Llamen ustedes a los dueños de los medios para influenciar en los contenidos, para que al final el producto de los medios sea de optimismo y de confianza”. Su escrito lo termina Hernández con estas palabras: “Ya se está pareciendo Santos a Maduro, a Cristina y a Correa. Y está muy equivocado. ¿Qué le pasa?”. No faltaron los arrodillados que acolitaran esas palabras de Santos, pero la pregunta de Hernández tiene respuesta: Santos está entregado a las Farc, a sus órdenes y, a su vez, éstos están entregados a Cuba y a Venezuela, pues sus “modelos” son los que quieren seguir… ¡y están siguiéndolos!
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P.S.- ¿Alguien sabe quién está gobernando desde la Casa de Nariño? No pregunto por quién la habita.