Que las promesas para evitar la protesta no lleven a nuevas frustraciones.
A mediados del pasado mes de diciembre recorrí el eje bananero de la zona de Urabá, y pude palpar la creciente inconformidad de sus habitantes con los peajes en ciernes. Todo indicaba que las autoridades en general no habían dimensionado el estropicio de la bomba social que estallaría a comienzos de enero de 2018. Nadie desconoce la importancia de las obras viales que avanzan en la región con el propósito de acercarla a Medellín, pero establecer tres puntos de pago solamente en el trayecto aludido es un despropósito por cuanto golpea la economía de sus habitantes.
La bomba estalló con descomunal potencia; ni siquiera el comité promotor del paro calculó su impacto. Sin desconocer la gravedad de los actos vandálicos por la presencia de delincuentes en la movilización ciudadana, resultó evidente el desborde furioso, al igual que la impotencia de las autoridades para contenerlo.
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Estas se limitaban a argumentar que sin peajes no es posible construir obras de infraestructura, mientras que otras instancias se abstenían de intervenir dizque porque el asunto era de competencia del Gobierno Nacional. Luego de los hechos violentos se acordó postergar por un mes el cobro que desató la ira generalizada. Sobra advertir que si no surge una propuesta diferente para allegar recursos, que satisfaga a los ciudadanos, las expresiones violentas podrían repetirse.
Pero no todo fue vandalismo. La movilización ciudadana sirvió para mostrar rebeldía con la absurda decisión y la falta de concertación y diálogo, al tiempo que los líderes de la región han gestionado por las vías legales el desmonte de dichos peajes. También hubo propuestas sensatas, de aceptación, pero solo a la entrada y salida de Urabá.
Si bien allí se pueden percibir las inversiones realizadas por los gobiernos departamental y nacional, la deuda social aún es grande y estructural. El territorio fue escenario de diversos procesos de paz que culminaron con una exitosa desmovilización, pero la gran mayoría de habitantes, víctimas del conflicto armado, no acusan beneficio alguno de los principios de reparación, verdad, justicia y no repetición.
En medio de una gran riqueza representada en el medio ambiente, en sus montañas y en su cercanía a la Serranía de Abibe, y con el corredor selvático que la separa del departamento del Chocó y el Occidente antioqueño, la región carece de servicios públicos eficientes y sus pobladores viven en condiciones de pobreza y miseria, sin posibilidades de acceso a una vida digna. Mientras unos pocos se quedan con las riquezas que produce esa ferviente tierra.
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A pesar de sus esfuerzos por aportarle al proceso de paz de Colombia, subsiste el poder territorial de grupos ilegales al servicio de narcotráfico, las rentas ilegales y algunos rezagos de paramilitarismo, opción única para muchos jóvenes. Entretanto, se echa de menos una institucionalidad sólida y una fuerza pública capaz de garantizar el monopolio de las armas y el control de las zonas que antes ocupara la insurgencia.
La región se puede consolidar como un gran polo de desarrollo a partir de sus capacidades, luego de saldar la deuda social pendiente. Es hora también de garantizar unos mejores servicios en materia de educación, vivienda y salud para los sectores de menores ingresos. Pero cuidado con las promesas que ahora podrían abundar para detener las manifestaciones sociales, porque mañana la gente estaría “cobrando por ventanilla” los incumplimientos y la reedición de frustraciones colectivas. Lo cierto es, que el actual modelo de pejes debe cambiarse y recoger la iniciativa de comunidades y líderes de la región.