Al señalar que “el pueblo colombiano no tolerará que la violencia sea legitimada como medio de presión al Estado”, el mandatario impone una condición no solo lógica sino justa para salvaguardar la dignidad del Estado y de la sociedad, que el Eln seguramente no va a aceptar.
Defensores y detractores de las conversaciones de paz con la guerrilla del Eln no tuvieron que esperar mucho para conocer la postura del presidente Iván Duque frente al futuro de esa negociación. En su discurso de posesión, el nuevo mandatario de los colombianos le puso fechas y condiciones concretas al asunto al anunciar que “durante los primeros 30 días de nuestro Gobierno vamos a realizar una evaluación responsable, prudente y completa del proceso (…) que durante 17 meses se ha adelantado con el Eln”, y a renglón seguido entregó la clave que permite entender que conceder dicho plazo es una opción más apegada a la política que a la realidad: “un proceso creíble debe cimentarse en el cese total de acciones criminales”.
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Basta revisar la actuación de esa guerrilla durante casi año y medio de diálogos con el Gobierno del expresidente Juan Manuel Santos, e incluso mirar mucho más atrás, hacia los intentos de Alemania en 1998 o de Cuba en 2002, para entender que no existe voluntad de parte de ese grupo armado para abandonar sus acciones violentas en contra de la sociedad colombiana, por más que en el presente proceso, y en el obcecado afán del doctor Santos por alcanzar al menos un cese al fuego, se les abrieron de par en par generosas ventanas de oportunidad sin exigir una mínima retribución de su parte. La respuesta fue la traición a la buena voluntad del Gobierno de turno.
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De la hostilidad extrema de ese grupo terrorista hacia la sociedad da cuenta su presunta participación en varios de los hechos de orden público más recientemente ocurridos en el país y que tristemente han pasado a convertirse en parte de un registro noticioso cuya simpleza tiende a convertir en normales las dolorosas acciones en las que han sido sacrificados o secuestrados integrantes de la fuerza pública o de organismos de seguridad del Estado, como si su ocurrencia, a pesar de lo frecuente, fuera la consecuencia natural del relevo en la conducción del Estado, cuando en realidad se trata de una sucesión de hechos invisibilizados que bien podrían aumentar una vez las Fuerzas Militares retomen sus acciones para cumplir con la misión de salvaguardar el territorio.
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Nos referimos, por ejemplo, al asesinato, el 13 de julio, del comandante y el subcomandante de la subestación de Policía de Puerto Valdivia, intendente Alexander Hernández Álvarez y subintendente Baldovino Muñoz Rafer; el ataque el 4 de agosto contra una patrulla en la vía que de Turbo conduce a Necoclí y que cobró la vida del subintendente de la Policía de Carreteras, Juan David Londoño Carmona; el secuestro el 3 de agosto de los policías Wilber Rentería, Luis Carlos Torres y Yemilson Leandro Gómez, el soldado profesional Jesús Alberto Ramírez y dos contratistas civiles en zona limítrofe entre Antioquia y Chocó; el ataque a una base militar y al aeropuerto Los Colonizadores, del municipio de Saravena (Arauca), el viernes pasado; la detonación de una motocicleta bomba la noche del lunes en el municipio de Padilla (Cauca), que cobró la vida del intendente Edier Burbano, comandante de la estación de policía; el ataque con explosivos, la misma noche, contra la estación de policía del municipio de Suárez (Cauca), que dejó herido al auxiliar Brayan Adolfo Lugo, entre otras acciones que no parecen merecer el mismo rechazo y la misma indignación nacional que justa y necesariamente han recibido los asesinatos de líderes sociales.
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Entendemos que el presidente Iván Duque hizo su anuncio de tomarse 30 días para evaluar el avance de los diálogos, para no alimentar la imagen de “enemigo de la paz” que sus detractores políticos han querido –y lo seguirán haciendo- promover a ultranza, pero mucho tememos, como lo expresamos líneas arriba, que esta es una decisión motivada por la política y no por los hechos. Si bien para hacer su evaluación explicó que se reunirá con la ONU, la Iglesia Católica y los llamados países amigos que han venido apoyando dicho proceso”, al señalar que “el pueblo colombiano no tolerará que la violencia sea legitimada como medio de presión al Estado”, el mandatario impone una condición no solo lógica sino justa para salvaguardar la dignidad del Estado y de la sociedad, que el Eln seguramente no va a aceptar.
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Las acciones aquí reseñadas, que son pocas junto a la larga lista de hechos demenciales a los que el Eln nos tiene acostumbrados, pueden llevar a que el plazo de 30 días ni siquiera llegue a su término. Esperamos que al presidente Duque no le tiemble la mano para cerrar esa puerta si la respuesta que recibe es una nueva bofetada.