El declive de Unasur

Autor: Editor
7 febrero de 2017 - 12:00 AM

Ni siquiera en los actuales momentos, en los que la caricatura del imperialismo yanqui está materializada en la figura de Donald Trump, puede apostarse por otra caricatura mucho peor, como la del socialismo del siglo XXI.

La Secretaría General de la Unión de Naciones Suramericanas, Unasur, volvió a quedar vacante tras la salida del expresidente Ernesto Samper Pizano, cuya negativa a permanecer por otro período al frente de la organización y la forma reiterada en que la misma ha permanecido acéfala en su corta existencia, es una señal del declive de un mecanismo que cada vez se hace más prescindible para la región, más aún tras la inocua gestión del exmandatario colombiano, quien no superó los retos de consolidar el liderazgo de la Unión ni afirmó su legitimidad y credibilidad como un bloque independiente ideológicamente, sino que, por el contrario, con su nebuloso papel frente a la crisis venezolana, alejó las perspectivas de integración política, económica y social que se consignaron en su acta fundacional e hizo flagrante la división ideológica de la región.

Se trata de una historia repetida. Ya en diciembre de 2004, cuando tuvo lugar el acto fundacional de la entonces llamada Comunidad de Naciones Suramericanas, en Cuzco (Perú), era conocido el escepticismo de Chile, de Uruguay y de Colombia frente a la consolidación de la organización, más que por razones ideológicas, por motivos económicos, pues para sus gobiernos de entonces era claro que su alianza fundamental debía ser con los Estados Unidos y no con Brasil, gestor del mecanismo de integración, que lejos de apoyar a las economías regionales como comprador, era su competidor directo. No se puede soslayar, además, que el tercer secretario general, el venezolano Alí Rodríguez Araque, nombrado inicialmente por el período de un año en junio de 2012, terminó quedándose dos ante la falta de consenso para elegir su reemplazo, y que Samper, quien debía finalizar sus labores en agosto de 2015, accedió a quedarse seis meses más para facilitar la designación de su sucesor, lo que no ha ocurrido.

Aunque Delcy Rodríguez, canciller de Venezuela, que ostenta la presidencia pro témpore de la organización, salió a los medios la semana pasada a aplaudir la gestión de Samper y a anunciar que ya algunos nombres circulan pero no quieren comunicarlos para no “torpedear el proceso de sucesión”, nuestra percepción es que no existe ni el interés, ni el compromiso ni una perspectiva favorable acerca del futuro de la organización que entusiasme a potenciales candidatos. Si el propio Samper prefirió regresar al país a “seguir trabajando por la paz”, lo que se seguramente traducirá en algún jugoso nombramiento en los próximos días, es fácil anticipar que la elección en propiedad del nuevo titular puede tardar mucho más del mes que se han dado de plazo los cancilleres para presentar al Consejo de Jefes de Estado y de Gobierno una baraja de aspirantes, más aún si el perfil de los candidatos debe “ir acorde con las políticas generales de la organización”, pues esto significa, ni más ni menos, que deben tener el beneplácito de Venezuela, país que cooptó a la organización pero cuya insolvencia económica y moral le impide ejercer el liderazgo que Brasil desatendió y que a ningún otro integrante del mecanismo parece interesarle.

El momento es propicio para que Colombia evalúe la pertinencia de seguir en la Unasur y el beneficio de seguir siendo financiador del mecanismo. Las necesidades del país en cuanto a integración económica y política pasan por aportar al fortalecimiento de la Organización de Estados Americanos, OEA, organismo cuya independencia no está en entredicho, así como seguir avanzando en la Alianza del Pacífico, donde los objetivos de cohesión se han ido cumpliendo sin mucho ruido, ajenos a posiciones ideológicas, en contraposición a Unasur, cuya historia está plagada de iniciativas fallidas, como una Corte Suramericana que hiciera contrapeso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos y a la propia Corte Penal Internacional, desenmascarando el deseo de los regímenes “progresistas” de capturar las ramas del poder público para ajustarlas a su medida, de manera que callaran o absolvieran los abusos de sus cada vez menos democráticos gobiernos.

Ni siquiera en los actuales momentos, en los que la caricatura del imperialismo yanqui tan promovida por los defensores de la Unasur está materializada en la figura de Donald Trump, puede apostarse por otra caricatura mucho peor, como la del socialismo del siglo XXI o la del régimen cubano, como contrapeso. El momento es propicio para que los gobiernos latinoamericanos fortalezcan su relación con la institucionalidad norteamericana, tarea en la cual la OEA es y seguirá siendo el canal idóneo y el mecanismo por excelencia para la integración del continente.

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