No es que las movilizaciones masivas no entrañen su poder descomunal, sino que la conducción de esas movilizaciones para logar acuerdos o cambios es un asunto de políticos
El ser humano es consciente desde hace siglos de su capacidad de impulsar los cambios por su propia acción transformadora. De manera individual sabemos de nuestro poder para reorientar el curso de nuestras vidas y lo experimentamos de diversas maneras, desde el simple propósito que nos trazamos hasta la aventura compleja de emigrar y cambiar de sociedad, de país, de cultura.
Esa capacidad de cambio toma otra dimensión cuando intentamos modificar ya no nuestro ser sino el entorno social, el curso de la historia o la cultura dominante. Allí nos enfrentamos a dificultades descomunales, insoslayables, que, no obstante la lucidez del análisis personal de los ciudadanos o la inteligencia de los investigadores es muchas veces imposible de lograr con la celeridad de nuestros anhelos.
Las anteriores ideas se me hicieron completamente contundentes al escuchar a los venezolanos del común opinar sobre el curso de los acontecimientos en los últimos 20 años e igual lucidez he encontrado en un simple y aparentemente desinformado trabajador informal colombiano cuando se le interroga sobre su renuencia a participar en la vida política.
Sin lugar a dudas una cosa es la conciencia individual y otra es la coordinación de las acciones necesarias para el cambio. A la coordinación de acciones para el cambio y su ejecución es a lo que llamamos política y unos individuos en cada sociedad se dedican profesionalmente a adelantar esas acciones; los políticos no constituyen una clase en particular, sino que tienen la significativa y decisiva tarea de coordinar acciones, moldear las instituciones y crear los caminos para que las voluntades se plasmen en realizaciones, obras o políticas públicas que permitan o mejoren la vida en común.
Los políticos son los profesionales del poder y sus defectos o virtudes constituyen una caja de resonancia que amplifica la voluntad de los ciudadanos, la interpreta y logra configurar aspectos decisivos de la vida social. Podríamos pues definir a los políticos como un grupo humano que tiene la capacidad de hacer que las cosas sucedan en una escala menor o mayor pero que siempre excede la capacidad individual de los ciudadanos para lograr resultados contundentes. Y esto sucede en los casos aún más sorprendentes de las acciones de masas.
Yuval Noah Harari, el historiador actual más divulgado, gracias entre otros al poder de Facebook y el patrocinio de Zuckerberg, ha vaticinado no hace mucho que el momento de las grandes movilizaciones de masas para lograr el cambio es cosa del pasado y que en el futuro será cada más pequeña la probabilidad de lograr cambios a partir de ese mecanismo de la acción social; el incremento en las técnicas del control policial se ha elevado de manera exponencial y gobernar pasa ahora por el tamiz indiscutible de la información.
En Latinoamérica los casos recientes de protestas masivas en Nicaragua y Venezuela, con su saldo de muertos y su fracaso nos llevan a considerar seriamente la hipótesis de Harari. Y no es que las movilizaciones masivas no entrañen su poder descomunal, sino que la conducción de esas movilizaciones para logar acuerdos o cambios es un asunto de políticos profesionales, es decir de individuos preparados en la práctica política para que las cosas sean, resulten, se concreten. Este razonamiento se me ha hecho visible al observar el curso de la movilización de profesores y estudiantes en Colombia que intentan llamar la atención sobre el déficit de educación indispensable para el bienestar y la realidad de una democracia real; la inteligente respuesta política del presidente Duque a esa movilización confirma lo que afirmo.