De cuando el mal es también un espía y un parásito
¡Era grande y poderoso porque no era un ser humano!
Joseph Roth. Confesión de un asesino.
El mal doméstico.
Para que un gato coma ratones, basta hacerle pasar hambre, dice Michel Serrés en El parásito, ese libro que habla de nosotros cuando estamos reunidos, usándonos unos a otros. Y esto del parásito toca mucho con el mal, que no aparece de repente sino que antes nos ha espiado para, como consecuencia de ese andar detrás y entre las sombras, mirándonos, parasitarnos. Porque el mal, como mal, no es una entidad independiente: es un parásito del bien, algo que no da sino que quita. Vive del bien, de la disminución del bien. Y volviendo, al gato al que algunos confunden con el diablo, mientras pueda comer queso no se mueve porque, una de las cualidades del parásito (y el gato lo es por inteligencia), es volverse doméstico, hacer parte de la casa. Y si bien el gato no es el mal sino un bicho inteligente que solo busca la comodidad y realmente no quita sino que espera que le den, su andar sigiloso y su manera de mirar sirven de metáfora para entender que, como el gato, el mal está a la espera. Supongo que las brujas usaron el gato para que, observándolo en sus movimientos y reacciones en silencio (no es como el perro, que ladra y pone en evidencia), el mal no les cayera encima. Porque el gato presiente la cercanía de algo sospechoso moviendo las orejas y encorvándose. Y si ya eso que sospecha es malo e inevitable, se va sin hacer ruido. Los contrabandistas también saben esto.
El mal vive del bien, de lo que está en orden en la casa. Y el bien le da trocitos para que se tranquilice, volviéndolo doméstico y permitiéndole pequeñas acciones: una que otra mezquindad, un pecado venial, un mínimo de placer prohibido. Pero si lo dejan por fuera (al mal), si no le permiten parasitar, se desborda y cae encima de todo. Es condición del mal, en estado de reposo, ser un parásito: vive de la vanidad, la adulación, el servilismo, los pequeños sustos. Y en este parasitaje, mira, espía, se hace sentir sin que lo vean. Y así vive paralelo a los modales, la etiqueta, las envidias, la soberbia, el egoísmo, la política. Y si es del caso se crece, porque al mal le gusta crecer. Y sí es con clase, mejor, porque así se lo justifica y legaliza, se lo divide entre varios y al final se vuelve banal, como bien explica Hanna Arendt en su libro Eichman en Jerusalén. En ese mal de ejercicio compartido (sobre un colectivo o un individuo), el mal opera libre pero nadie es culpable. En el Renacimiento, por ejemplo (y Leonardo Da Vinci en su Manual de etiqueta y cocina, es claro al indicar dónde se debe colocar al asesino en la mesa), se mataba con consentimiento de alguien poderoso (un príncipe, un gobernador, un obispo) y para ello existían puñales y dagas muy bien confeccionados y valiosos, con grabados en la hoja para untar en ellos veneno, por si la herida con el acero no había sido efectiva, si lo fuera con el arsénico o el excremento de cuervo que habían untado encima. Esos puñales y dagas se lucían en la calle, reuniones y banquetes. Su función: mantener el mal presente. Jorge Luis Borges, en su relato corto El puñal, narra cómo encuentra uno en un cajón y se hace una pregunta: ¿qué está haciendo ahí guardado en lugar de estar cumpliendo con su oficio? Bueno, es el mal parásito de lo doméstico, un tentador.
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Presencias del mal
Al mal se lo ha representado en forma de demonio, pero al final ha sido muchos diablos (Isaac Bashevis Singer los menciona por doquier), pues el mal no es uno sino variado y se lo puede clasificar en las pasiones tristes de Spinoza: el afán de honores, el exceso de sensualidad, la codicia de riquezas, la ira, el desconsuelo, la ignorancia, el deseo interminable, la traición, las emociones desmesuradas etc. Y este mal, con sus acciones, nace de la razón (los animales no lo ejercen) y no sólo es producto del miedo que se crea sino también del miedo que se acerca. De alguna manera, es una forma de inteligencia que tiene como objeto mantener el miedo vivo, que es el caldo del mal, el que lleva a las guerras, a las muertes mezquinas (esas sin sentido), a la deshonra y el perder lo necesario (como esto que se le hace a la tierra). Y el asunto es de desprecio.
La palabra despreciar significa quitarse el precio y, a la vez, no encontrar ya al otro necesario en el camino, lo que produce miedo de sí mismo. Y así, sin precio (auto despreciado), cualquier oferta es buena, pues en el mal, que es un auto desprecio y con él están la pérdida de valores y principios, de sitio y de ser útil, el parasitar se hace intenso. Y en esta intensidad, las cosas no son lo que son sino que hay que inventarlas, variarlas y dotarlas de contenido vil, lo que lleva a caer en la falsedad. Y lo falso es la representación del mal y ocupa los lugares de la infamia, aquellos donde el mal se niega a sí mismo, ejerciéndose y justificando lo atroz. Y lo que produce esta falsedad es que el mal quiere ser otro sin lograrlo, lo que lo excita. Y lo peor: el mal se vigila a sí mismo y es vigilado por otros males que lo explotan y lo empujan a que se enfrente con algo que el mal no sabe qué es y lo desconcierta, lo que lo hace peor. El mal es rabioso, como una serpiente a la que le arrancan los ojos.
El mal en Joseph Roth
El siglo 20 fue el peor y en él campeó el mal en todas las direcciones. Y si bien otros siglos también lo fueron, pero para enterarse de lo que pasaba se necesitaban meses y años. En el 20 no: los periódicos y los libros, las fotografías y las cartas, los lisiados y las montoneras de muertos apilados, las desbandadas de hombres y mujeres, y el volumen de locos y el montón de gente que dijo recibir órdenes y lo que hicieron fue legal, dieron cuenta de él. Y ese mal desmesurado, propiciado por todos los saberes, fue sujeto de pensarse como nunca antes. Como dice Joseph Roth en su novela Confesión de un asesino, “Nos pareció estar en un barco. Y que nuestro mar era la noche”. Confesión que le sirve a Roth para narrar las distintas formas del mal representado en eso que no odia, ni cela, ni ama y que se justifica como un arrebato moral, que es un vigilarlo todo y al tiempo no reconocerse, que es vivir en la falsificación y alimentarse de la vanidad y la estupidez, que es igual a un modisto que todo lo cubre con telas finas y brocados para aplauso del público, pues “la imaginación es siempre más poderosa que nuestra conciencia”, como dice Golubchik, el asesino que se confiesa frente al lector.
Para Joseph Roth (que siempre fue un mentiroso impenitente, pues no le gustaba ser el alcohólico que era, como dice uno de sus biógrafos, Géza von Cziffra), la verdad estaba en la mirada reflexiva a la realidad. Y en esa realidad (la real idea de las cosas), está el mal y Roth le pondrá nombre: Golubchik (palomita, en ruso), que cuenta, durante el lapso de una noche en un bar de París, cómo él se convirtió en asesino (sin asesinar) debido a la falta de apellido legal. Y ahora está ahí, frente a un auditorio de hombres que lo miran y beben vodka. Y ese Semión Golubchik, es el mal, reflexionando sus crímenes, el haber sido espía al servicio del zar (era agente de la Ojrana) y de malquerer a una mujer, que también era el mal pero de cara bella y cuerpo voluptuoso.
Pero Golubchik no es alguien que narra sus propios crímenes. No, es la esencia del mal que contiene, en sí mismo, lo humillante y lo canalla, las mentiras y el deseo de no ser él, su hipocresía (no su mezquindad), las posibilidades de salvarse y la imposibilidad de hacerlo, pues hay males externos que no se lo permiten. Él vigila y es vigilado. No es, entonces, un arrepentido. Es la pasión como siembra del mal, que de alguna manera es amarse odiándose. Y en este auto-odio, va tocando y destruyendo. Y todo porque vive en la falsedad: su apellido es falso, tiene un pasaporte falso, aparenta lo que no es, espía a los que no son sus enemigos, ama de manera falsa y se auto-desprecia siendo testigo constante de su mala conciencia, de la que se libra imaginando esto o lo otro y poco de lo que le pasa.
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Joseph Roth, como Dostoievski en su autobiografía novelada, Los hermanos Karamazov, y Rüdiger Safranski, en su ensayo, El mal, pensó y vio el mal que iba por ahí. Y de más cerca y entre gente más normal (sus amigos de los bares, la enfermedad de su mujer, los personajes de sus novelas, los huéspedes de los hoteles, mucha de su correspondencia, sus crónicas en los periódicos), para evitar las clasificaciones hechas por los moralistas de oficio, a quienes también conoció y lo defraudaron, pues se aprende más de ellos del mal que de los criminales. Y esto que supo del mal lo llevó a Golubchik, con el que podía representar la esencia de eso terrible que estaba pasando y se cocía previo a la segunda guerra, que fue ya el mal justificado. Roth, espiaba el mal, lo presentía. En uno de sus últimos ensayos, Judíos errantes, logra ver lo que se viene, lo que serán los nazis (tan abundantes en toda Europa, basta leer a Erich Hakl), los tiros en la nuca, los campos de la muerte y la pérdida de una época. Ya antes había escrito La filial del infierno en la tierra, para situarse. Y como Stefan Zweig, huye sin lograr salida. Al fin se hunde más en el alcohol y muere en medio de un delirium tremens (algunos aseguran que se mata; debía estar nervioso, dicen), en un hospital de París, el 27 de mayo de 1939. Y si bien el mal sigue existiendo, ya no fue más para él: no más parasitaje, no más espionaje. Esas cosas pasan y por eso se dice: descansa en paz.