Su Santidad ha despertado al país, abriéndole la esperanza de que es posible soñar y forjar la paz por todos los colombianos anhelada
Durante cinco fructíferos días en Colombia, el Papa Francisco ha caminado lento, fijando su mirada y abriendo su corazón para ofrecer su abrazo, que ha irradiado solidaridad y esperanza, a los colombianos, en especial las víctimas. La acogida ha sido recibida como bálsamo que reconoce el dolor e invoca la generosidad, que aviva la esperanza en las posibilidades que el país tiene para forjar la paz duradera, aquella que se construye cuando es posible “abrir una puerta a todas y a cada una de las personas que han vivido la dramática realidad del conflicto”. Esa intimidad del Pontífice con los dolientes fue signo del anhelado reconocimiento y respeto para los colombianos, también fue luz de esperanza para quienes son parte del “Cristo sufriente” a quien el Santo Padre rindió homenaje.
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Como valioso aporte a su grandioso propósito de contribuir a la reconciliación, Su Santidad tuvo sabiduría, generosidad y coraje para reconocer y poner en los ojos y corazones de los auditorios, a las víctimas como sujetos diferentes a los victimarios. Ese signo de reconocimiento a su dignidad y de reclamo por la restitución de sus derechos propició la catarsis que emergió rompiendo el cerco de la soledad a la que habían sido relegadas; por ser símbolo de acogida, abrió sus corazones y razón a ofrecer misericordia a los victimarios dispuestos a ofrecer gestos de reconciliación desde sus vidas transformadas. Ellos, a quienes nombró como “aquellos que infligieron sufrimiento a comunidades y a un país entero”, fueron invitados a reconciliarse trasegando los caminos de la verdad, la justicia y la reparación, que los acercan a las víctimas dispuestas a ofrecer generosa misericordia.
En su camino colombiano, el Papa rescató al que ha dado el nombre del “Cristo Negro de Bojayá”. Al hacerlo, lo ha convertido en testimonio del dolor del país. Tras la ceremonia del viernes, el Cristo mutilado se transforma en valiosa invocación, que llama a la Noviolencia, a comprometerse con el reconocimiento y el resarcimiento de las víctimas, el respeto por su incomparable dolor -que el propio Pontífice demostró- y valoración a su capacidad de contribuir a la reconciliación y la paz ofreciendo generoso perdón a quienes tanto daño hicieron a inocentes como Claudia Yesenia, la niña que lo recibió en el Hogar San José.
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Esta presencia y los contundentes mensajes, entregados con la sencillez y la claridad de quien busca no dejar espacio a equívocos o tergiversaciones, son los gestos y hechos más sinceros, profundos y serios acontecidos desde que el Gobierno Nacional inició las negociaciones en procura del fin del conflicto armado. Tal rigor ha sido investido, como es característico del pontificado de Francisco, con la inmensa alegría divina de la que él es testimonio y que, al mismo tiempo, declaró a sus asistentes que le emociona del pueblo colombiano. Una alegría que es sincera porque se nutre en la Fe en Dios y en las enseñanzas del Evangelio, y que él propone convertir en fuente de la esperanza que demostró tener en los feligreses, las víctimas, los jóvenes, los soldados, los religiosos, los niños sufrientes, a quienes les ha venido indicando las misiones con las que darán pasos para que en Colombia se pida y se brinde perdón, se construya reconciliación y se hagan las transformaciones que contribuyan “a la construcción del orden nuevo donde brillen la justicia y la paz”.
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La presencia de Su Santidad ha despertado al país, abriéndole la esperanza de que es posible soñar y forjar la paz por todos los colombianos anhelada. Esta tarde, cuando Francisco emprenda su regreso a El Vaticano, el silencio debe servir para que la nación colombiana se examine y descubra si está lista para dar testimonio de haber acogido al Pontífice más allá de las gratas e impresionantes movilizaciones ciudadanas en cada ciudad que honró con su presencia y engalanó con sus mensajes. Ya será la hora de mostrar si las palabras han creado sincera disposición a iniciar el arduo y penoso camino hacia la construcción de la paz, dando ya los pasos de la verdad, la justicia, la reparación y la misericordia, difíciles para victimarios y víctimas y esenciales para alcanzar “aquella paz que es auténtica y duradera”, la que nace en la reconciliación.