El no estuvo de moda en el 2016. En las consultas populares más importantes del mundo, los ciudadanos contestaron con un rotundo ¡NO! Fue la palabra de moda en sociedades tan distintas como la inglesa, la italiana y, por supuesto, la colombiana.
El no estuvo de moda en el 2016. En las consultas populares más importantes del mundo, los ciudadanos contestaron con un rotundo ¡NO! Fue la palabra de moda en sociedades tan distintas como la inglesa, la italiana y, por supuesto, la colombiana.
Los tres casos presentan similitudes: son democracias, una presidencial, la nuestra, otra parlamentaria, la de Italia, y otra, una monarquía venerable que en verdad es una democracia antigua y respetada.
Hasta ahí llega el parecido. Lo demás es un cúmulo de comportamientos que van desde la madurez institucional y política, hasta ligerezas improvisadas.
En Italia, el primer ministro, acosado por los problemas nacidos de una base partidista atomizada, incapaz de garantizar la credibilidad de su gobierno como administrador responsable de una comunidad fastidiada por traumas grandes y molestias pequeñas, hizo lo usual en las democracias parlamentarias con opinión pública oscilante y atomizada: apeló al pueblo, se jugó completo con unas propuestas de enseriar las conductas del Ejecutivo y el Legislativo. Perdió. No se demoró buscando pretextos para interpretar la derrota. Cuando se pierde se pierde. La aceptó sin lloriqueos y ahora Italia tiene un nuevo gobierno y sigue adelante el mecanismo institucional previsto para estas coyunturas.
Ni a los sectores de opinión más folclóricos se les ocurrió pasarse a las tesis politológicas según las cuales perder es ganar.
En Inglaterra la discusión sobre quedarse o salir de la Unión Europea avanzó, dando tumbos inverosímiles, hasta desembocar en un plebiscito. Los electores ingleses dijeron ¡NO! a la permanencia. El margen fue escaso pero el mensaje claro. Ellos fueron los primeros sorprendidos y los más sorprendidos. Pero acataron el resultado y muy flemáticamente el partido promotor del sí aceptó el mandato popular. Su líder renuncia y una distinguida ministra emprende la tarea de aplicar, lo menos dolorosamente posible, el mandato de las mayorías plebiscitarias.
No hubo desplome institucional. La reina Isabel II no corrió por los salones de palacio, gritando que el Commonwealth estaba a punto de disolverse; ni sus herederos que hacen fila para sucederla salieron a buscar empleo; ni el primer ministro pidió que le llamaran de urgencia al profesor Maturana para que le explicara aquello de que perder es ganar un poco; ni apelaron a los maestros de Oxford para que hicieran cálculos matemáticos que demostraran que la minoría es más que la mayoría y que en Westminster y Buckingham no quiere decir yes.
En Colombia, cuando se apela al pueblo, más es menos; lo que se niega se aprueba; hay una nueva regla democrática que ordena hacer lo contrario de lo que el pueblo exige en votaciones libres; la mitad menos uno gana; la Constitución se aplica o no se aplica según el clima imperante; las Cortes de justicia tienen jurisprudencia cambiante o ininteligible; los plebiscitos se hacen para desconocer sus resultados…
Y mientras todo esto sucede, le aconsejan al pueblo que tanto los de la mitad más uno como los de la mitad menos uno, harían bien dejando de discutir si la democracia quedó agonizante o solo mal herida, para dedicarse a pensar como pagar los impuestos que comienzan a llover sobre los contribuyentes de todos los niveles, sin que tengan posibilidad de decir que no.