En este otro país de los 9 millones de votos hay, desde luego, diferencias y tenemos que aprender a sortearlas. Aprender, digo, no imponer
Hace muchísimos años, en las épocas de la universidad, recuerdo las reuniones que protagonizábamos, casi niños, cuando asumimos con un entusiasmo delirante la militancia en el Marxismo.
La corriente del Moir para ser más exactos.
Independientemente de sentirnos felices porque estábamos alineados en la “línea correcta”, todas nuestras reflexiones y argumentos cuando analizábamos la situación del país (era 1971) nos llevaban a concluir que estábamos muy cerca de una conmoción que llevaría nuestras ideas al poder. La revolución era inminente.
Ah, éramos deliciosamente sectarios. La “izquierda” de aquel entonces se nutría de las más variadas tendencias: El trotskismo, el Partido Comunista de línea soviética, El Partido Marxista - leninista de línea Pekín, el Partido del Trabajo, El Eln, los Comandos Camilistas y un universo de siglas que se me pierden en la memoria. Esos encuentros universitarios eran una extraordinaria muestra de inteligencia, capacidad argumental, fervor y, desde luego, sectarismo.
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Es una especie de enfermedad nacional aprendida de esas confrontaciones rotundas entre liberales y conservadores que, desde épocas antiguas, se instalaban cada uno en su verdad y odiaban visceralmente al contrario (Ese odio santificado en el que murió el benemérito monseñor Builes, y a quien se deben tantas y tan venerables masacres)
Necesité envejecer para entender que el sectarismo (viene de secta), esa desesperada intransigencia por defender una idea y rechazar, discriminar, agredir, a quien tiene una idea diferente, no sólo resulta repugnante de cara a la inteligencia, sino que impacta de manera particularmente dañina a quien lo ejerce, porque el sectarismo impide pensar y, decididamente, embrutece. Te sumerges en la caverna de Platón, solo eres capaz de mirar las sombras.
Así, todos los “análisis” del sectario lo llevan a conclusiones categóricas. Su lógica es la del blanco y negro. ¿No ha notado usted que todos los sectarios viven de urgencia?
Culminada la primera vuelta, el blanco y negro está dibujado de una manera sospechosa: Sólo hay dos alternativas: La del joven Duque que respira y actúa bajo la férula de Uribe y que representa el statu quo, la normalidad, el sigamos como estamos, y la del fogoso Petro que representa según sus seguidores, todas las bondades de una Colombia humana (el nuevo país).
En el medio, un argumento “imbatible”: la defensa de la paz, pues Duque-Uribe es la NO paz y Petro es la SI paz.
Es la paz la que nutre las urgencias y por ello ninguno de los dos bandos admite matices: o estás conmigo, o estás contra mí.
La urgencia categórica se expresa así: “Si gana Uribe la paz se acaba”, “si gana Petro es país se acaba”. Si, categóricos. Para ellos no existe la dialéctica. Todo es inminente.
Con todo respeto, no creo que esa disyuntiva sea cierta.
Primero, porque el resultado de esta primera vuelta si es decididamente un punto de quiebre. Este país ya no es el mismo. Cerca de nueve millones de colombianos no aceptaron ni las propuestas, ni los postulados del viejo establecimiento. Eso tiene mucha significación y es totalmente inédito.
La consecuencia es que hoy, toda la corrupción, toda la tradición, en sus más variados matices ha rodeado a Uribe, el de la férula, demostrando de una vez y para siempre que jamás hubo diferencias substanciales entre ellos.
Hay, definitivamente un agotamiento de toda su formulación, su tendencia hacia atrás es inexorable. No podrán hacer ni con la paz, ni con las cortes, ni con los derechos ciudadanos ganados, lo que les venga en gana.
Pero, en este otro país de los 9 millones de votos hay, desde luego, diferencias y tenemos que aprender a sortearlas. Aprender, digo, no imponer. Y ello requiere un tiempo. No es decretable.
Dejemos pues que las cosas fluyan. Quienes no nos sentimos representados en ninguna de las dos opciones propuestas para la segunda vuelta podemos votar en blanco, sin remordimientos y, una vez conocido el nuevo gobierno, prepararnos con todas las fuerzas para oponernos a todo aquello que consideremos que es lesivo para la democracia, para el avance del país y para el bienestar de sus ciudadanos. No pareciera una aspiración difícil, es lo que el sentido de la civilización y el sentido de la democracia reclaman. Se necesita para ello mucho eclecticismo, sin lugar a duda. Eso es bueno.
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Bienaventurados sean los eclécticos, porque de ellos será el reino de la búsqueda y del ejercicio libre del pensamiento…