A mi sobrino Fidel lo recuerdo cruzando una calle de El Retiro, recuerdo su rostro de prístina adolescencia. Antes de acribillarlo la guerrillera le pidió que le mostrara las manos
Hay un verso de Louise Glück que dice: “Miramos al mundo una vez, en la infancia/ El resto es memoria” Porque el asombro ante lo que rodea una vez y para siempre al niño que fuimos, el descubrimiento de esa luz que delineaba el perfil de las tapias del solar con el inusitado brillo de una luna menguante, aquel silencio que vivía en el patio solitario del colegio después de que todos los alumnos se habían marchado, la calle a solas cuando caminábamos hacia la escuela sin aún lograr comprender si algo le importábamos al mundo, era la enumeración emocionada de temperaturas, de atmósferas, del misterio que nos acechaba al sonido de una aldaba, de un postigo entreabierto que instintivamente asociábamos con una historia de dolor que no queríamos relacionar con nuestra vida. Y en estas epifanías es el asombro permanente lo que al momento de conciliar el sueño nos llevó a las primeras lágrimas. Una mañana cuando salía para el colegio vi que las gentes corrían en dirección a la carrilera del tren y decidí seguirlas, lo que vi fue impactante, el cuerpo trozado de un hombre de cuya visión me aparté inmediatamente sintiendo que algo dentro de mi alma de escolar se había fracturado para siempre. Había visto el cadáver de mi tía Alicia, pero su cara serena no había perdido la candidez con que la identificaba su bondad. Es decir no estaba muerta para mí, solamente el suicidio brutal de un desesperado borracho que había mostrado su rechazo al país que vivía, se convirtió en el escándalo que supone una muerte violenta. Fue el preámbulo a un período de brutalidad en las calles y de escuchar ese zigzagueo tenebroso de las balas, algo que jamás se olvida. Leer en el bachillerato la novela de Vasco Pratolini Crónica de los pobres amantes me permitió dar dimensión existencial a lo que implicaba moralmente una lucha fratricida donde el odio afloraba desde cada zaguán, la sobrevivencia heroica de las clases modestas castigadas por una violencia abstracta. La mirada del niño sabe guardar la imborrable intensidad de una ausencia, santificarla con leves suspiros, inventando letras que son rechazadas por el alfabeto del colegio. Tarkovsky describió esta capacidad de los ojos de un niño, Iván, acusando mudamente la extrema ofensa que supone una guerra, ese capricho absurdo de los adultos para negar a los niños su derecho a prolongar indefinidamente los deslumbramientos de la infancia.
Lo invitamos a leer: Guerra de relatos
A mi sobrino Fidel lo recuerdo cruzando una calle de El Retiro, recuerdo su rostro de prístina adolescencia. Antes de acribillarlo la guerrillera le pidió que le mostrara las manos: “son las manos de un burgués y no de un trabajador” arguyó. Saturado su mínimo cerebro de clichés revolucionarios la supuesta representante de los “sin voz” desconocía que esas manos diseñaban jardines es decir daban a la fea realidad un poco de necesaria belleza. Pero la belleza como recuerda Thoureau es un problema moral que estos grotescos personajillos serían incapaces de entender. ¿El crimen lo ha borrado de mi memoria o el duelo lo ha hecho presencia? La palabra olvido ha sido degradada una y otra vez a nombre de acuerdos entre poderes interesados cuya autoridad ética es nula ya que olvidar al asesino supondría tener que aceptar que la inolvidable figura de mi sobrino Fidel, como si fuera un objeto de intercambio, puede ser conscientemente borrada de mi memoria en provecho de una estrategia entre políticos, algo que naturalmente no acepto ya que rechazaré siempre el sacrificio de un inocente a nombre de una abominable causa política.