Reseña de dos cuentos de Hemingway con guerra civil y bar limpio.
Un gran narrador de historias cortas, de cuentos y una nouvelle como El viejo y el mar, siempre puede ser un motivo —o una incitación— de lectura permanente y, además, de comentarios reiterados al respecto. Papá Hemingway, como le decían desde muy joven, es un escritor de aquellos que se puede llevar en el bolsillo, encontrárselo uno en un café, presentirlo en un riachuelo, en el viento, en las hojas secas…, en una guerra. Nos acompaña a muchos quizá desde la adolescencia, cuando sus relatos, como Campamento indio o El vino de Wyoming, nos procuraban imágenes perdurables, como las que nos quedaron grabadas por la encerrada acción cinematográfica de Los asesinos.
Es posible que el mejor Hemingway se halle más en sus cuentos que en las novelas. Como sea, en el “short story” hay una habilidad de caracterizaciones con economía de lenguaje, usando apenas sugerencias, pocos datos, lo esencial. Una octava parte del témpano, como él mismo decía. Como pasa, por ejemplo, en El viejo en el puente y en Un lugar limpio y bien iluminado, ambos en España, que era, como se sabe, la “segunda patria” del escritor estadounidense. Las dos narraciones tienen, como común denominador, viejos en su trama.
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El más breve de los dos, con un trasfondo de guerra civil, con la inminencia de la llegada de los fascistas al puente donde hay un viejo de 76 años que espera, que sufre por lo que ha dejado atrás, un gato, dos cabras y cuatro pares de palomos, tiene una reconcentrada tensión. Es una historia que puede hacer brotar lágrimas en el lector, conmovedora. El otro, en el que se insinúa una especie de estado de excepción, o de toque de queda (con una patrulla, un soldado y una muchacha), sucede en un café y en él hay un habitué de allí, un viejo que toma coñac y se emborracha. Lo caracterizarán, es decir, lo narrarán y pondrán en escena, los dos camareros, uno casado y con más edad que el otro.
En ambos mundos (hablando de Hemingway, no es gratuita esta designación) no se nombran ni al viejo ni a los otros personajes que aparecen. Se diseñan sus personalidades con una capacidad de síntesis admirable, sí, como si estuviera aplicando las normas de aquel viejo manual de estilo y redacción del Star, periódico donde Hemingway dijo que aprendió a escribir, a usar solo verbos y sustantivos, y nada, o muy poco, de adjetivos.
El dramatismo de la resistencia
Con menos de 700 palabras, Hemingway crea un clima dramático, con visos sentimentales, en El viejo en el puente. El narrador, un miembro de la resistencia antifalangista entra en conversación con el viejo cansado, al que los fascistas han expulsado de su pueblo natal, San Carlos, en el que se han quedado sus amores, los antedichos animales. En el corto diálogo, el viejo, ante lo irremediable, expresa su optimismo por la suerte del gato (“un gato sabe cuidarse”), pero su desazón por los otros que son parte de su existencia. Tras doce kilómetros de caminata, el viejo está en el puente, descansando. Algo, la sutil naturaleza del relato, con su guerra como telón de fondo, advierte que ese puente, ese lugar hasta el que ha llegado, será la última etapa de ese hombre que parece no tener a nadie más en el mundo que sus animales.
Un lugar limpio y bien iluminado tiene como centro de gravedad la presencia de un viejo solitario que había intentado suicidarse una semana antes. Está construido el cuento con las voces de los camareros y muy poco con la del viejo, al que uno de los dos mozos —el de menos edad y soltero— comienza a detestar. Tanto que formula una afirmación categórica, terrible: “un viejo es algo asqueroso”.
En uno como en otro, Hemingway vuelve a dar cuenta de su proverbial capacidad para el diálogo (que llega al súmmum con Los asesinos). El cuento se inicia con una referencia al tiempo, “era tarde”, una sombra, una luz y un único cliente, el viejo, que era, según los camareros, un buen cliente, pero ya estaba a punto de emborracharse (con la aprensión de ellos de que se podía ir sin pagar).
Y después sabemos que el viejo intentó colgarse de una soga, pero lo salvó una sobrina, y más tarde nos damos cuenta de las diferencias existenciales de los dos camareros, uno casado, otro soltero; uno, el más viejo, que siente afecto y solidaridad por aquellos seres solitarios que necesitan un bar, un café bien iluminado y limpio; el otro, somnoliento y cansado, desea solo irse a dormir más temprano, sin importarle si el viejo requiere de aquel ámbito para mitigar sus penas, sus ausencias, quizá sus soledades. Y tomarse otro coñac.
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El viejo, un poco sordo, no sabe que uno de los camareros desea con toda su alma, o tal vez su rencor, que él, el viejo de ochenta o más años, se hubiera matado la semana pasada. Uno de los camareros, el más joven, tiene prisa por salir más pronto del café; el otro aspira a quedarse hasta más tarde y destaca con convicción que un café deber estar bien iluminado y gozando de limpieza.
El camarero mayor, tras cerrar el bar, se queda monologando sobre la nada, “la nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, nada a nosotros tu reino…” y de pronto aparece en una barra de un bar que tiene buena luz, pero su barra no está lustrosa, pide un trago y se va a dormir, siempre con la obsesión, o la idea fija de que un café limpio y bien iluminado es otra cosa.
En ambos cuentos, con dos viejos distintos y una vejez verdadera, se notan el cansancio, el tedio, el vacío que va dejando en el hombre la instancia última, el paso previo a la muerte. La diferencia está en que uno de los viejos, tan solo como el otro, todavía sale a tomar coñac a un bar limpio y con buena luz. El otro es un expulsado que lo ha perdido todo: su gato, sus dos cabras y sus palomos.