Donald Trump convirtió su última participación en la Cumbre del G7 en un intento de derrumbar la mesa en la que desde hace 45 años se han movido las fichas del ajedrez mundial.
Donald Trump fue el último en llegar el viernes 8 a Charlevoix, Canadá, donde se reunía la Cumbre del G7, también fue el primero en partir, excusándose en su encuentro con Kim Jong-un, en Singapur. Durante su encuentro con los jefes de Estado de los seis países más ricos y poderosos del mundo intentó imponer el regreso del suspendido Vladimir Putin; rechazó nuevas decisiones sobre la lucha contra el cambio climático, y batalló para evitar censuras a su decisión de imponer aranceles al acero y aluminio, que afectan a sus socios. Vía twitter, luego de su temprana salida, arremetió contra el anfitrión, Justin Trudeau, y notificó que no firmaría el acuerdo final de la Cumbre, que los gobiernos habían negociado durante varios días.
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Cada uno de estos gestos displicentes es otro portazo del aislacionista presidente de Estados Unidos contra las instancias multilaterales construidas a lo largo del tiempo, con mucha razón y más paciencia, por naciones dispuestas a construir un gran tablero en el cual jugar delicadas partidas de ajedrez en las que intentan, muchas veces con asombroso éxito, equilibrar sus legítimos intereses nacionales con el bien común de la humanidad.
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El primer encuentro de los países que hoy conforman el G7 se reunió en 1973, por convocatoria de Estados Unidos, para analizar la crisis del petróleo desatada por la Opep. A partir de 1975, cuando fue convocado por Francia, el grupo de países más poderosos y ricos del mundo democrático se ha reunido anualmente de manera informal para construir acuerdos que les permitan desarrollar los valores que lo orientan: el libre mercado, la democracia, los derechos humanos y desde la primera década de este siglo, el cambio climático. Sus encuentros no siempre dejan acuerdos, como ocurrió con la guerra de Irak, y en otras ocasiones, como en materia de cambio climático o la suspensión, en 2014, de Rusia por sus actividades en Ucrania y Siria, los consensos han sido difíciles. A lo largo del tiempo, sin embargo, el Grupo había logrado poner en primer plano sus valores y el respeto por una metodología de negociación y debate enmarcada en los principios de la diplomacia multilateral. Todo esto fue debilitado por el arrogante Donald Trump.
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El presidente de Estados Unidos, como cualquier otro jefe de Estado, puede tener razón en algunas de sus objeciones al libre mercado, a la suspensión de Vladimir Putin o a las maneras de los líderes de sus países aliados, más jóvenes o liberales. El desacuerdo, y así lo han demostrado otros gobernantes que han disentido de la mayoría de las naciones poderosas, no tiene por qué conducir, como ahora lo hizo, a golpear la mesa en que están dispuestas las fichas del ajedrez, para tratar de convertirla en una ronda de póker, signada por las cartas ocultas y algunas hasta marcadas, en las que se cierran la razón y las posibilidades de negociación, para imponer pretensiones exorbitantes mediante ataques temperamentales que desconocen a los interlocutores y les niegan la palabra.
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Con la última arremetida de Trump contra los socios fiables, así algunas veces sean poco generosos, de Estados Unidos, los más pesimistas comienzan a referirse al grupo de naciones como el G6, que sin EEUU perdería su importancia como pilar de la defensa de la democracia y los valores de Occidente. Los optimistas, por su parte, confían en que la inteligencia serena de los líderes experimentados y el talento ávido de los jóvenes miembros del Grupo permitan mantener la vigencia de ese centro de decisiones que, en la gran mayoría de ocasiones, ha decidido el bien de la humanidad.