Para contener el ímpetu de la izquierda, que florecía impulsada por el ejemplo de la revolución bolchevique en Rusia, la violencia callejera le resultaba muy efectiva a ambos redentores.
Antes de la Anapo, ya habíamos tenido aquí un primer brote de populismo. O más bien una eclosión, que por su fuerza y tamaño solo se había visto bajo Perón en Argentina, y por la misma época. Esa corriente política hasta entonces no se conocía en América. Y en el planeta mismo era rara, aunque con suficiente vigor para acceder al poder y dominar un país por un período relativamente largo solo se había dado en la Alemania nazi y la Italia de Mussolini. Sin excluir la España falangista de Primo de Ribera, donde no avanzó tanto pero le sirvió de antesala a Franco para entronizarse al adoptar sus consignas, su ciega, sin cesar proclamada devoción católica y su repulsión por la, democracia representativa que ya campeaba en Europa occidental.
El populismo italiano entonces, el más brioso y ultramontano por aquellas calendas, vista su génesis y su vocación, era lo más parecido a la caverna. Sumado a la derecha activa pronto se colocó a su vanguardia, pese a su origen en las capas medias y bajas más ignoradas de la sociedad y a un remoto y bien escondido parentesco del Duce con el socialismo, a cuya sombra hizo sus primeras armas como tribuno. Igual que Hitler, quien le añadió la palabra “socialista” al nombre de su partido. Ambos se impusieron como misión preservar el viejo estatus quo apelando a medios y recursos extremos para protegerlo del peligroso avance de la democracia en toda Europa.
Para contener el ímpetu de la izquierda, que florecía impulsada por el ejemplo de la revolución bolchevique en Rusia (antes de que cayera en el fatídico burocratismo, la censura y el terror consabidos), la violencia callejera le resultaba muy efectiva a ambos redentores. El nacionalismo, o mejor, el chauvinismo hirsuto con rasgos de xenofobia fue su estandarte y prospecto para contrarrestar la marea progresista que bañaba a países como Francia e Inglaterra, y a las mismas Italia y España de las dos primeras décadas del siglo veinte. Juntas todas ellas, eran por entonces paradigma y a la vez laboratorio de la modernidad y el pensamiento libre.
Si me he detenido en Europa, que fue el embrión del populismo, y si pongo el acento en Mussolini, es porque su ascenso y consagración se dio en los años en que Gaitán residía en Roma, donde le correspondió vivir esta novedad, que no pudo menos que marcarlo. Pero aclaro: no me estoy refiriendo a la prédica del Duce sino a su talante y ademán, a su manera de llegarle a las masas para inflamarlas, despertando sus peores instintos a partir del resentimiento y la revancha que la oratoria encendida del italiano evocaba.
No confundamos pues las dos actitudes, como podrían eventualmente estar tentados a hacerlo ciertos improvisados historiadores nuestros. Gaitán y Rojas (a cuya diestra necesariamente habría que situar a su hija Maria Eugenia, mujer recia y lúcida que lo superaba) no se asemejaban en nada, salvo en la clasificación de populistas que a la larga se les dio, clasificación a todas luces impropia en el caso de Gaitán. En verdad todo los apartaba, desde polos casi opuestos: el uno era liberal y el otro conservador, cuando esas filiaciones no eran un simple rótulo sino que significaban algo. Mediando el siglo pasado por ejemplo, cuando se tenían visiones encontradas de la sociedad: la una, aferrada al régimen semifeudal que todavía regía en la Colombia de entonces, preponderantemente rural, y la otra, empeñada en romper, por medios pacíficos, dicha armazón, a objeto de modernizar la nación. La misma diferencia que siempre hubo entre los gobiernos o hegemonías rojas y azules, como se las reconocía antaño, así suene ocioso o perogrullesco recordarlo. Se nos agotó el espacio mas no el tema, al cual volveremos entonces con la venia del lector.