Colombia recibe el 2018 con la esperanza puesta en la ciudadanía, que recupera su poder para mover el péndulo de la democracia hacia un escenario en el que vuelvan a prevalecer el sentido común, la noción del bien general, y, por supuesto, los valores democráticos
La toma de las instituciones republicanas por gobernantes autócratas que no conocen razón o voluntad por fuera de la propia se encarna, como explicamos la semana pasada, en personajes como Donald Trump, Vladimir Putin o Nicolás Maduro. Aunque tienen aparentes distancias ideológicas, ellos, y sus semejantes, se encuentran en su determinación de desconocer la voluntad popular y borrar el principio de separación de poderes. Por estilo y pretensiones, Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, cala en este nuevo modelo de gobernante con mañas de tirano e ínfulas de emperador.
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Para realizar su pretensión autárquica, Santos se ha valido de su particular interpretación de que el “derecho a la paz” consagrado en la Constitución es sinónimo absoluto del acuerdo que su gobierno suscribió con las Farc. Por tanto, considera que tal postura lo valida para desconocer aquellos contenidos de la Constitución y decisiones del pueblo, las cortes y el Congreso, que contrarían sus deseos.
El tránsito a la autocracia, que se pretende democrática por tener origen electoral, fue desatado en las preliminares al referendo del 2 de octubre, a través del Acto Legislativo 1 de 2016, que entregó poder omnímodo al Gobierno, y con él a las Farc, para reformar la Constitución sin permitir la intervención del Congreso, así como por medio de una agresiva campaña política, periodística y propagandística, que caricaturizó las razones para rechazar los acuerdos, persiguió a sus personeros, descalificó a los votantes con epítetos inéditos en esta democracia y amenazó al país con horrores. Sin entender lo que significaba quitarle al Congreso su capacidad deliberativa, pero sí comprendiendo los sacrificios de las víctimas y renuncias institucionales que imponía el acuerdo final, la mayoría de los ciudadanos negó ese acuerdo. Su voz fue atropellada.
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Ante su fracaso, el Gobierno optó por otro golpe a la democracia. Lo hizo al desconocer el mandato de las mayorías, un paso que contó con respaldo de la Corte Constitucional, el Consejo de Estado y el Congreso de la República, todos estos poderes que, renunciando a su independencia y obligación de controlar al Ejecutivo, admitieron la tesis de que sus representantes -los congresistas- tenían capacidad y legitimidad para desconocer, borrando sus efectos políticos y jurídicos, el mandato del constituyente primario, el verdadero soberano. Este paso significó la subyugación de las cortes, que mantienen tal estado; el Congreso, que empieza a despertar, y los partidos políticos, seriamente lesionados en el proceso.
La presión del Gobierno a unas cortes timoratas ha tenido expresiones que desdicen de la independencia e hidalguía de los poderes. En el proceso de elección de nuevos magistrados de la Corte Constitucional, el Gobierno no se limitó a proponer a exfuncionarios suyos, también proclamó a los cuatro vientos, sin que tan grave cosa causara escándalo, la necesidad de elegir a partidarios del acuerdo con las Farc. Hecho eso, no le era incómodo el matoneo mediático a los magistrados que limitaron los alcances del Acto Legislativo 1 de 2016, reconociendo que el debate parlamentario no puede ser negado o recortado por la Csivi, instancia de cogobierno de la Presidencia y las Farc. Las cortes parecen permanecer en su adormilamiento, tal vez porque aún no sufren los efectos de la actuación de la JEP, que invadirá el sistema judicial, y del profundo recorte a la tutela.
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Tras haberse acoquinado aprobando normas favorables a las Farc, el Congreso ha comenzado a despertar dando sus primeras señales de independizarse del Ejecutivo en los temas de implementación del acuerdo final. Amagó hacerlo en el trámite de la Ley estatutaria de la JEP, y logró darlo al negar el Acto legislativo que creaba las circunscripciones especiales de paz a fin de surtir 16 curules de la Cámara de Representantes, por dos períodos. Ahora, el Legislativo se enfrenta al matoneo mediático y judicial de un gobierno que pretende mostrar como que fueran para víctimas, unas curules que serán elegidas en zonas donde las Farc ejercieron control político-militar, y donde perviven el terror hacia sus líderes, el narcotráfico, las caletas, las disidencias, y los excomandantes, ahora fungiendo como jefes políticos.
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El ímpetu del Gobierno para imponer estos acuerdos tocó la vida de los partidos políticos de la coalición, que subordinaron su ideología, sus estatutos y su militancia, al afán del autócrata por imponer su criterio, y la continuidad de su proyecto. Igualmente, ha impactado el trabajo de gobernadores y alcaldes, que este lunes llegarán a la mitad de sus mandatos con las dificultades de responder por la implementación de los acuerdos, atender la presencia de desmovilizados y disidencias, y cumplir con sus planes de desarrollo.
Colombia recibe el 2018 con la esperanza puesta en la ciudadanía, que recupera su poder para mover el péndulo de la democracia hacia un escenario en el que vuelvan a prevalecer el sentido común, la noción del bien general, y, por supuesto, los valores democráticos.