Del complejo de Edipo y otros “madrazos”

Autor: Reinaldo Spitaletta
30 abril de 2017 - 06:00 PM

El escritor Reinaldo Spitaletta comparte una reflexión sobre las madres en Antioquia, el complejo de Edipo y otros asuntos.

Medellín

La promulgación de insultos comenzó en la infancia escolar, cuando, en los recreos, o a la entrada o salida de la escuela, había encontrones, puñetas y un boxeo elemental, sin arte y sin ley, y entonces irrumpían los madrazos, pero más que eso, y para devolver una ofensa, frases como “¡tu madre!” y entonces el otro respondía: “¡la tuya!”, y había una riposta: “¡la tuya que es de cabuya, y que hace bulla en el solar!”, y ahí sí era Troya. Tocar la cara del otro en una confrontación era ya el máximo reto y con certeza el contrincante atacaría, y más que los golpes, eran las verbosidades animosas las que se chocaban en la contienda medio inocente.

 

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Quizá el complejo de Edipo, esa categoría freudiana con la que nos encontraríamos muchos años después de intercambiar palabrotas con muchachos en los partidos de fútbol, o en los patios de recreo, está muy anclada en Antioquia, porque ha sido en estas comarcas riscosas donde más duele una mentada de madre y, por lo demás, donde está muy arraigada la idealización de la figura materna. Y todos ven a su mamá como el mejor ser del mundo, la única, la más bella, la más noble y así, con una suerte de ceguera y sentimentalismo, que las señoras a lo mejor no tienen la culpa de tantas zalamerías y exageraciones. “Madre no hay sino una, y a ti te encontré en la calle”, se suele decir.


El Día de la Madre en Antioquia, y especialmente en Medellín, más que una festividad familiar, es un peligro. Hay borracheras y peleas, discusiones acaloradas, además de escucha de cancioncitas casi todas cursis, sin elaboración literaria y plenas de bobería y zalemas. Quizá una muy interesante, aunque fea a más no poder, sea la que tiene letra de Julio Flórez (1867-1923), un poeta de muertos y guerras civiles, que dice: “Ves esa vieja escuálida y horrible…”. Y, claro, se tornó lugar común la de un grupo folclórico argentino, Los chalchaleros, con su lacrimógena Mamá vieja, una zamba que de tanto sonar ya choca al oído.


Bueno, lo que quería advertir era que la mamá aparece en todo lado, unas veces como arma para herir al otro, y en otras como una virgencita, paradigma de virtudes, sin igual. Ya no es solo en las viejas cartillas, cuando el Edipo sobresalía con cierto ritmo y sabor: “Mi mamá me ama, yo amo a mi mamá”, sino en oraciones, poemitas, frases célebres y ahora en Facebook, donde algunos agotan los elogios a su madre (a la de ellos, entiéndase). Entonces hablan del “amor de madre” como el más sincero, el que no traiciona, el transparente, y el listado de cualidades se alarga hasta el infinito.


En todo caso, en otros días, una mentada de madre podía ocasionar cuchilladas, disparos, pedreas e intercambios de puños, aparte de insultos, diatribas y otras imprecaciones. Había en la escuela unos cánticos, para provocar por lo menos la atención del otro, que al principio creía se trataba de una ofensa: “Tu mamá es pu… Tu mamá es pu… Tu mamá es pura y sincera. Le gusta el chi… Le gusta el chi…, le gusta el chicle de menta…Y tiene te… y tiene te… y tiene telas de seda”. Una soberana tontería pero con gracia infantil. Ya la repetidera le quitaba malicia y había que inventar nuevos versos contra las mamás de los demás.


Cuando a Tartarín Moreira (1898-1954), poeta, autor de letras de tango y pasillo, y detective en Guayaquil, le robaron su maleta en una terminal de buses, escribió un desahogo, cuyo final dice: “Y si su madre vive, vieja zaina, / en un burdel inmundo de Lovaina, / vieja verraca, culipronta, enjuta, / no falte algún cabrón que se lo meta. / Y a él le diga en su jedionda geta: / ¡yo me comí a tu madre, jijueputa!”. La madre siempre ha sido en estos contornos una suerte de paño de lágrimas, un blanco para los atentados verbales del enemigo personal, una representación que promueve el consumo a granel en el segundo domingo del mayo florido y una especie de impulsora del trago (que en las noches del 31 de diciembre se convierte en El brindis del bohemio: “por mi madre, bohemios…por la anciana adorada y bendecida…) y del lagrimeo pesaroso.


En cualquier caso, una mentada de madre por aquí y por allá, no se le niega a nadie. Y en Antioquia, en particular en Medellín, tierra donde la palabrota fluye por doquier, que ni siquiera un insulto posmoderno como “gonorrea” ha podido desplazarla, los sicarios de otras calendas asimilaron a la virgen (en particular a la advocación de María Auxiliadora) con la mamá. La cucha, como se decía, era un ser superior, intocable, digno del amor eterno del pistolero, que en general no duraba mucho, pero hacía gestiones y “vueltas” con el fin de conseguir dinero, en buena parte para comprarle regalos a su progenitora.


Y, en fin, para aprovechar que ya se completaron los cuatrocientos años de la aparición de la segunda parte del Quijote (1615) y de la muerte de su autor (1616), pertinente es señalar que allí, en la magna obra de Cervantes, creador de la novela moderna, la palabra hideputa es muy popular, y tiene sentidos distintos, como ahora, en Antioquia, también los encarna. Se acuerdan, por ejemplo, cuando el cabrero (en la primera parte) dice que el gentilhombre don Quijote debe tener vacíos los aposentos de la cabeza, y entonces el caballero estalla en ira y replica que más vacío y menguado sería él: “que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió”.

 

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Sobre distintos usos y sentidos de la sonora palabrota, Cervantes sienta cátedra en su obra maestra. Es sino recordar el diálogo entre Sancho y el escudero del Caballero del Bosque, en el que hideputa tiene connotaciones de agresión verbal, pero también, según el tono, de encomio. En Antioquia, por ejemplo, se advierten diferentes sentidos, y un “hijueputazo” puede ser vituperio o alabanza, de acuerdo con la música que se le ponga.


En otro tiempo, ya ido por fortuna, los hijos naturales sufrían mucho, porque se hacía relación en que la mamá de ellos era una vagamunda, una perra, una ramera. Mejor dicho, una puta. Y eso dolía. Seguramente, el muchacho Marco Fidel Suárez recibió agresiones en ese sentido, aunque algunos, sin mostrar todavía documentación, dicen que su mamá, Rosalía Suárez, lavandera de oficio, era una mujer de vida alegre, o, en otras palabras, para volver a Cervantes, una muchacha del partido.


Hace también ya años, en ciertas paredes de Medellín, una ciudad que en una época tuvo más puticas que damas de la caridad, lo que es bastante decir, aparecieron grafitos sobre el asunto, y tal vez el más sonado fue aquel, que a mí me tocó ver junto al puente de Brooklyn, en La Toma: “que nos gobiernen las putas ya que sus hijos no pudieron”. 

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