Me atrajo su decisión de buscar la paz, y el hecho de reconocer el conflicto armado
Durante las elecciones presidenciales de 2010 hice todo lo democráticamente posible para impedir la elección de Juan Manuel Santos, porque su campaña se apoyaba cómodamente en Álvaro Uribe, un presidente que pisoteó la Constitución del 91 con una política de “Seguridad Democrática” que golpeó a la guerrilla, pero estuvo avalada por los paramilitares y generó la pesadilla de los falsos positivos, una práctica de flagrante violación de los DD. HH. y el DIH.
Me indignaba que este ambiente dominara dicha campaña y consideraba que, como pago a su jefe, le daría continuidad. Pero no hubo tal “títere”: quedé sorprendido con el discurso de posesión y la ruta que esbozó entonces para su mandato. Había un giro radical, sobre todo en términos de su política de paz. Además, reconocía los enormes desafíos estructurales que padecía la sociedad colombiana.
La profundización de ese distanciamiento conceptual y político me acercó definitivamente a su gobierno. No era que Santos no fuera neoliberal, o hubiese dejado de representar unas élites responsables de la permanente turbulencia social y política que ha soportado el país, o que renunciara a favorecer los grandes intereses de las castas burguesa nacionales y de las multinacionales expoliadoras. No fue eso lo que me convenció: imposible esperar que se zafara de algo inherente a su condición humana.
Me atrajo su decisión de buscar la paz, y el hecho de reconocer el conflicto armado con todas sus consecuencias políticas y sociales, al igual que el papel que les dio a las víctimas, e incluso algunos planteamientos sobre equidad y pobreza.
Y aunque discrepo del manejo dado a problemas de primer orden, del accionar de compañeros de viaje tocados por la corrupción y el clientelismo, de la falta de decisiones más oportunas y eficaces, me persuadieron los enormes esfuerzos que hizo para lograr el acuerdo de paz con las Farc y su búsqueda de una salida negociada al conflicto armado. Más me empeciné en acercarme a su gobierno cuando advertí que quienes han participado en el conflicto armado desde posturas de derecha y han promovido el odio y la venganza, cada día son más cizañeros frente a su política de reconciliación nacional. Y lo más satisfactorio: ver a unas FF. AA. defensoras de la paz y respetuosas de los DD. HH. y del DIH.
De Santos no debo esperar más, pero lo que ha logrado en materia de paz y concordia nacional me lleva a mantenerme firme en su defensa. Mal hacen ciertos sectores democráticos y de izquierda en rechazar la totalidad de sus logros, para oxigenar a quienes enarbolan la política del terrorismo de Estado y el quiebre de nuestros valores democráticos. De lo que se trata, entonces, es de entender que llegó el momento de ofrecer un apoyo decidido y frontal a la conquista de una paz por años buscada, al igual que al reconocimiento del lastre del conflicto y sus más de ocho millones de víctimas.
El Nobel de Paz al presidente Santos es triunfo que encumbra a todos los colombianos, y un reconocimiento por la tragedia de más de 50 años de conflicto armado. El acuerdo de paz es una hazaña inédita, de dimensión histórica, y fuente de oportunidades si la sabemos defender con pasión. No podemos dejar que la intolerancia y el odio nos arrebaten este promisorio logro, máxime cuando el uribismo anuncia que si regresa al poder echará para atrás dicho acuerdo.
¿De qué lado debemos estar? No puede haber dudas entre los colombianos comprometidos con la paz y la convivencia para esta y las próximas generaciones.