“Esta novela es barroca porque se ocupa de la tensión entre el centro y la periferia…”
La novela comenzó con una carta, no diría que hubo una concepción planeada, fue más bien la voluntad de alimentar una ficción que tomó fuerza y se convirtió en una historia hecha de fragmentos con un hilo condutor.
No me refiero a deconstrucción en sentido filosófico, sino en el sentido que expresa la palabra: echar abajo algo que ha sido construido. En el caso de mi novela, aquello que cae es las instituciones occidentales: masculinidadad, universidad, ejército, iglesia, estado. El mecanismo que tiene el narrador para deconstruir esas instituciones (que evidentemente soportan el estado de cosas en Occidente) es la ironía y el sarcasmo.
Creo que no es una tragedia en sentido estricto, a la manera griega, quiero decir. Es más bien la suma de las desventuras de un personaje, de manera que mi novela está más cerca del Lazarillo de Tormes que de Edipo, digamos. Se diría que la tragedia del narrador es Colombia, la suma de las tragedias. Yo, como escritor, creo que la violencia es constituía de nuestro país, hablo como quien pasa mirando, no quiero juzgar si eso es bueno o malo. Pero quien pasa mirando, evidentemente, se da cuenta de que nuestra historia es violenta desde antes del grito de independencia. No es mi interés hacer como si esa violencia no existiera, por el contrario, creo que es necesario mirarla y narrarla tantas veces como sea posible, hasta deformarla.
No creo que haya relaciones tormentosas entre esas dos disciplinas. Creo que son los estudiantes quienes se atormentan separando una cosa de la otra, estableciendo jerarquías. La filosofía occidental apareció como resultado de un escenario cultural dominado por los dramaturgos. Cualquier lector de Platón se da cuenta de que sus famosos Diálogos tiene la forma de una obra de teatro. Luego de haber escrito esta novela, entendí que mi relación con la filosofía siempre fue estética, que nunca me interesó el problema de la verdad, que la Crítica de la razón pura me fascinaba como una forma de ficción, igual que la Biblia, por ejemplo.
Definitivamente. Pero me parece necesario aclarar de qué manera. Mi novela no tiene una intención abiertamente pedagógica, pero el narrador es un profesor de filosofía que habla y piensa como profesor, solo que no se arroga la incorruptibilidad del púlpito de clases. En esa medida es un profesor no profesor, o en todo caso, un profesor que no cree en la virtud.
A mí me gusta ser profesor y lo disfruto. Creo que ser profesor es un poco como ser actor, dado que uno no es el mismo en la casa que al frente de los estudiantes. Al frente de los estudiantes tenés muchas responsabilidades, de manera que en eso no me parezco al narrador de mi novela. No podría decir que tenga una escritura de profesor y otra de no profesor, creo que escribo y ya y que en eso que escribo hay necesariamente trazos de mi oficio, que a la vez atraviesa mi mirada del el mundo. Pero cuando escribo, definitivamente, soy más suelto que como profesor; se diría que mando a la mierda esas responsabilidades que sé que debo asumir en el aula de clase.
El narrador se refiere a ella con muchísimos vocativos, todos diferentes: amor, cariño, bebé, etc. Esa técnica le dio un ritmo muy preciso a la novela y luego descubrí que esa mujer no necesitaba nombre porque era casi una ficción, un invento.
No me interesan los tratados. Me interesa la literatura como forma estética de reflexionar, es decir, como una reflexión que no se impone responsabilidades de ninguna naturaleza pero que tiene el deber de sacudir el orden de las cosas, el statu quo. La masculinidad es una ideología que ha dominado la cultura occidental desde los griegos. Como ideología ha marginado a la mujer, pero también a los hombres: los ha puesto en un lugar que no es necesariamente cómodo, el de patriarca, por ejemplo: no todos los hombres queremos ser padres y a lo mejor hay muchos padres que se hicieron padres por reflejo y han vivido vidas que no querían vivir. Me interesa reflexionar sobre esa masculinidad que, aunque no es homosexual, ha sido cargada con responsabilidades e ideologías que no corresponden necesariamente con su deseo.
Medellín es la ciudad en que nací y en Nueva York tuve la oportunidad de vivir dos años mientras estudiaba escritura creativa en NYU. Pero además de eso, Nueva York es el centro de Occidente y Medellín está en el margen, se trata de una ciudad de provincia que aspira a ser la más innovadora del mundo. Esa es la forma que tiene para mí la tensión entre centro y periferia. En la novela me propuse desnudar ambas ciudades desde el centro mismo de la ideología que las ha definido. Creo que ambas ciudades están muy cargadas de ideologías. Nueva York, por ejemplo, es la ciudad a en la que todo el mundo quiere vivir, la ciudad más representada por el cine. Medellín es la ciudad del emprendimiento, por usar una expresión muy común. Mi novela se propone deconstruir esas ideologías y presentar ciudades distintas, no más humanas, ni nada de eso, sino las ciudades de este narrador.
Antonio nos puso una tarea en marzo de 2011: escribir una carta. Yo recuerdo que en la sesión donde íbamos a compartir las cartas de cada uno, habíamos conversado sobre Cartas a Milena, de Kafka, y cuando me preguntaron qué pensaba, dije que tal vez demasiado sentimentales. Luego leímos algunas de nuestras cartas al azar, entre ellas la mía, que la leyó una compañera argentina. Yo pensé: nadie se va a dar cuenta de que soy yo. Pero había olvidado que ya en la tercera línea decía Medellín casi con reflectores. Mi carta era mucho más sentimental que las de Kafka, de modo que todos nos reímos mucho. Yo vi que mi carta tenía buen ritmo y que les había gustado a todos, acaso por lo sentimental, además porque tenía mucho sentido del humor también. Entonces olvidé que era una carta y seguí escribiendo lo que quería que fuera una ficción que finalmente terminó en la novela.
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A mí me interesa mucho la oralidad en la literatura. Me interesa que el texto no le ponga trabas al lector. Lo cual no significa que sea superficial. Me interesa tratar temas complejos con lenguaje fluido y claro. La claridad es fundamental para mí y creo que eso se lo debo a la filosofía, pues cuando uno estudia filosofía, le toca leer autores demasiado enredados, innecesariamente enredados. Por otra parte, cuando uno revisa algunos autores de la literatura antioqueña, advierte inmediatamente que la oralidad es parte constitutiva de su obra. Estoy pensando en Tomás Carrasquilla, Manuel Mejía Vallejo y Fernando Vallejo, por ejemplo. Me llama la atención que Tomás González no coincida con ese registro de la oralidad. En fin, que cuando yo escribo, me dejo orientar por el oído, lo que significa que la sintaxis es fundamental para mí: me interesa que sea dúctil y que se robe al lector.
Mi novela es barroca, claro. Pero no es intencionadamente barroca porque cuando yo estaba escribiendo la novela no sabía bien qué era el barroco. Ahora estoy trabajando neobarroco y poscolonialismo en mis tesis doctoral y he descubierto qué tan barroca es mi novela, pero no solo en sentido estético, es decir, no es barroca porque la prosa carezca de núcleo y abunde la proliferación de focos narrativos que se dispersan en temas distintos para, muy tarde, volver al tema inicial, sino también porque ideológicamente es una novela que aparece en el margen, a pesar de que sea narrada desde Nueva York, que es el centro de la cultura occidental. La novela está narrada desde Nueva York, pero su lugar de enunciación es América Latina y su lengua el español y eso me parece que la hace más barroca que las características estéticas relativas a los cambios de tema que anulan un solo centro narrativo, como mencioné anteriormente. Esta novela es barroca porque se ocupa de la tensión entre el centro y la periferia.
Borges es para mí un autor de consulta. Acudo a sus textos como quien busca en un diccionario, ya luego me pierdo en el placer de releer un poema que había olvidado o de descubrir un cuento que no había leído, como quien va al diccionario a buscar una palabra y termina olvidando la palabra porque se distrae en otras definiciones o en las ilustraciones de las márgenes, esas bellas ilustraciones del Pequeño Larousse, que era el diccionario de mi casa. Hay autores de los que uno siente que debe liberarse porque su prosa puede contaminar demasiado la escritura propia, como me pasó con Fernando Vallejo, por ejemplo. Con Borges la relación es distinta por varias razones, la primera, el cuidado de su prosa. Borges es un orfebre, tal vez por eso nunca escribió una novela. Y la segunda, los temas que le interesan, que son todos muy filosóficos, pero bellamente tratados, a diferencia de la mayoría de los filósofos.
Fernando Vallejo fue un gran descubrimiento para mí. Recuerdo perfectamente el día que me senté a leer Los días azules y de un solo tirón casi la terminé. A El río del tiempo le dediqué la tesis de Maestría en Literatura Colombiana que hice en la Universidad de Antioquia. De ese ciclo biográfico recuerdo con un cariño especial las primeras tres novelas, y por fuera de ese ciclo, La virgen de los sicarios y El desbarrancadero. Más allá de eso no lo he vuelto a leer precisamente porque, como dije, me di cuenta de lo mucho que podía contaminar mi propia escritura. Mi novela es deudora de la literatura de Vallejo, sin duda. Creo que revisita muchos de los lugares que leí en sus novelas, pero con la intención consciente de librarse de esa influencia.
Sin duda. El narcotráfico irrigó todos los renglones de la economía antioqueña y por eso la literatura que se escribe aquí no puede evadir ese tema. Yo creo que es imprescindible seguir narrando la violencia del narcotráfico: para deformarla, para llevarla hasta extremos insospechados: solo en una novela un profesor de filosofía le puede ganar la guerra a un lavaperros del narcotráfico; eso es necesario, esas venganzas simbólicas sin imprescindibles para superar ese terrible lastre que todavía hoy se ve no solo en las calles de las comunas, sino también en los centros comerciales del barrio El Poblado. Hay una opinión generalizada sobre las producciones culturales que tocan con el narcotráfico: uno oye a la gente decir que está cansada de Pablo Escobar y de los sicarios. Yo entiendo ese cansancio y precisamente por eso creo que los nuevos narradores tenemos una responsabilidad tremenda con ese tema. Hemos visto producciones (literarias y audiovisuales) que dan lástima porque están muy lejos de sacudir los cimientos de esa terrible cultura, de remover las convicciones más arraigadas, de resignificar el ideario que dejó el narcotráfico. El año pasado se publicó una novela que, me parece, le dio mucha altura a ese tema, se llama La cuadra, de Gilmer Mesa.
En una forma muy específica: al protagonista y narrador de mi novela lo iban a matar porque se acostó con la novia de un trabajador de la mafia, un lavaperros. A partir de ahí, puede el narrador contarle su vida a la novia que dejó en Medellín, y ese acto de contar es en realidad una larga reflexión sobre varios temas, uno de ellos, la masculinidad, que, en Occidente, desde Zeus, está atravesada por un deseo sexual incontenible, tan incontenible que a veces le puede causar la muerte.