Le ofrecieron apoyo y amistad excusando sus inestables actitudes, incluyendo el amoroso y constante coqueteo con la muerte
¿Para incursionar en un poema es indispensable la locura? Y para pensar más allá de lo previsto y previsible - ¿son necesarias las distorsiones en la vida y en el alma? ¿Cabe crear sin previamente destruirse? ¿O sólo el suicidio confirma y enriquece nuestras aventuras en la vida?
Filosos interrogantes que el sufrido trayecto de Alejandra Pizarnik inevitablemente atrapan al lector que incursiona en las páginas y poemas que esta judía-argentina dejó al propinarse el suicidio.
Nació en Buenos Aires en 1936. Las fiebres del nazismo que en esa década se extendían en Europa- con no pocas resonancias en América Latina – condujo a sus padres a buscar algún refugio en un país que, con propio estilo, habrá de adoptarlas con otros matices en los siguientes años.
Modelada por un marco familiar inestable, Alejandra conoció una seca infancia. Tartamuda y asmática, celosa de su bella hermana Myriam, socialmente castigada por su excesivo peso, ella buscó temprano consuelo en el agitado mar de sus fantasías. La soledad, la muerte, lo onírico, la lejanía del otro y con los otros: las obsesiones que modelaron su adolescencia y que nunca habrán de abandonarla.
En los estudios universitarios incursionó en variados temas: fotografía, literatura, historia, y desde muy temprano experimentó las caprichosas vivencias del psicoanálisis que a la sazón echaba raíces en Buenos Aires. Sus primeros poemas reflejan un juego enigmático con palabras y sensaciones que revela la geometría apenas euclidiana de sus vivencias y reflexiones.
Los altibajos del periodo post-peronistas y el hambre por nuevas experiencias la llevan a París en 1960. Allí conocerá a escritores transmigrados como Julio Cortázar y al embajador-poeta Octavio Paz; y además- a Marguerite Duras y a Mallarmé. Personajes que le ofrecieron apoyo y amistad excusando sus inestables actitudes, incluyendo el amoroso y constante coqueteo con la muerte.
Se explica. Desde la temprana adolescencia Alejandra reveló adicción a una vasta y riesgosa farmacopea. Ya sea para cuidar el peso, ya sea para mejor dormir, o ya para conocer una pluralidad de sensaciones, ella gustaba experimentar con sus recursos. Y en paralelo, si treguas, con las vivencias e intimidades– también frustraciones – que varones y mujeres le ofrecieron. Plurales circunstancias y aventuras que esculpieron formas y contenidos a su poemario.
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Es éste amplio y notable. Dice su biógrafa Cristina Piña: “Es probable que desde Mallarmé no se haya escrito una poesía tan dramáticamente traspasada de silencio como la de Alejandra, tan reveladora del hueco que se levanta detrás de las palabras y donde todos los sentidos parecen fracasar, enfrentando al lector con la falta-de-ser que implica la existencia…”
Así, por ejemplo, al recordar a la no menos enigmática Emily Dickinson, Alejandra escribe: “Del otro lado de la noche/la espera su nombre/del subrepticio anhelo de vivir/ ¡del otro lado de la noche”! Y al pensar en ella misma dice: “Partir/ en cuerpo y alma/partir…Deshacerse de las miradas/piedras opresoras/ que duermen en la garganta…”
Durante su estancia en París adhirió al cuerpo de colaboradores extranjeros de la revista Les Lettres Nouvelles y trabajó para el periódico Cuadernos. Actividades que combinó con estudios de literatura francesa y evolución de las religiones en La Sorbona.
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Regresó a Buenos Aires en 1964 donde vieron la luz nuevos libros de poemas como Los trabajos y las noches y Extracción de la piedra de la locura, que le facilitaron la obtención de las becas Guggenheim y Fulbright.
En estas páginas se reiteran temas que modelaron su temple y su vida como las tentaciones de lo absoluto, la sed metafísica, la erotización de la muerte. Impulsos que, perversamente combinados, se traducirán en una sobredosis de barbitúricos que la llevaron a la muerte el 25 de septiembre de 1972. Frisaba apenas los 36 años. Y aún está con nosotros.