Crónica con papel de globo y exotismo en los antejardines.
La calle comenzó a llenarse de festones de papel de globo. Los vecinos, en convite, habían comprado pliegos rojos y verdes, que recortaron en forma de triángulo, como banderines de piñata, los pegaron con almidón y cuerdas de cabuya, y con escaleras los fijaron de lado a lado, mientras en las casas ponían canciones de diciembre y algunos señores servían copas de aguardiente. “Las flores de curazao parecen hechas de papel de globo”, dijo alguien, tal vez con alardes de poeta, o porque estaba familiarizado con esas expresiones florales a veces solferinas, a veces rosadas, de esos arbustos-enredadera de antejardines populares.
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Esta imagen, de viejos almanaques y de añejos barrios, sirve ahora para recobrar memorias de representaciones urbanas que están ahí, a veces tan visibles que ni siquiera las vemos.
Así como en los antejardines de antes los sanjoaquines amarillos y rosados (bueno, todavía hacen presencia en algunos barrios) eran un ornamento común, tanto que el arbustillo con sus ramajes alargados y flores de cinco pétalos, que en otros contornos denominan Rosa de China o Cayena, era un elemento distintivo de la flora citadina. Y al hoy descastado sanjoaquín lo acompañaban, en materas o enterrados en el suelo, los curazaos.
Tal vez el más grande curazao de la ciudad es el que está en un lado de la iglesia del Espíritu Santo, en el barrio Prado, de Medellín, que se riega por una de las falsas techumbres, parte del diseño arquitectónico de Nel Rodríguez. Sembrado en una de las mangas, sube con destreza y se enreda en el cemento, extendiéndose sin ninguna modestia sobre vigas y columnatas. Es una presencia tenaz. Como para que nadie quede indiferente ante el espectáculo florecido.
El curazao, que parece flor sin abolengo, es una explosión cromática, que se riega por balcones y terrazas. No tiene la impresión de finura, ni está para ornamentar celebraciones de matrimonios y otras fiestas. Existe para demostrar que es capaz de irradiar belleza y, sobre todo, colorido. Da alegría al paisaje, a veces tan asfáltico, tan cementudo y desértico. Y se sobrepone a las indiferencias, por la intensidad con la que florece. No hay remedio: no se puede ignorar, aunque se quisiera. Gana de puro exotismo.
Cuando le da por extenderse, por acostarse sobre miradores o terrados, se podría pensar en una analogía: es como una maja florecida, que exhibe sus dotes y seducciones. No es la flor solitaria, sino solidaria, agrupada, como si cada una se arrimara a las otras para efectos de notoriedad. Se sabe de su poder para tratar, en infusiones y otras mezclas, la tosferina, el asma, la bronquitis y la tos.
Puede ser la planta, con flores incluidas, con más partidas de bautismo en América. En Antioquia, el nombre es el de curazao. Pero, por ejemplo, en nuestra costa atlántica asume la gracia de trinitaria o veranera. También el de buganvilia. En otras latitudes, como en Argentina, la llaman Santa Rita, al tiempo que en el Perú la apodan papelillo, y Napoleón en Honduras.
El de buganvilia (o buganvilla) le viene del explorador, aventurero y navegante francés del siglo XVIII, Louis Antoine conde de Bougainville, que en un viaje a Brasil se deslumbró con esta planta tropical, que él llevó a Europa, y su memoria quedó impresa este arbustito exuberante. El ilustrado noble era sabio en cálculo infinitesimal y fue el primer francés que dio la vuelta al mundo. Sobre Tahití, una isla que lo deslumbró (lo mismo le pasaría a Paul Gauguin), escribió un libro con una visión idílica, paradisíaca, en la que hombres y mujeres vivían felices, muy lejos de las afanes y corruptelas de la civilización.
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El curazao, el mismo que abunda en las calles coloniales de Santa Fe de Antioquia, se agita con los vientos de La Guajira o se hace finura en un balconcito cartagenero, tiene ciudadanía en nuestros antejardines urbanos. Y su paleta exhibe púrpuras, lilas, anaranjados, rosas, amarillos y el clásico solferino. Quizá los más espléndidos se encuentran en los caserones momposinos, como los que había, hace años, en la casa del orfebre Guillermo Trespalacios, un señor que hacía pescaditos de oro y bordaba con hilos áureos pulseras y brazaletes.
Y en otros días, cuando en las festividades de fin de año el papel de globo (o de seda) servía para elevarse por los cielos o triangularse en flotantes festones callejeros, no faltaba el poeta de barrio que dijera: “la flor de curazao tiene la suavidad del papel de globo”. O al contrario. No podía faltar el ingenioso idealista que cogiera las flores coloretudas de la buganvilia para intentar hacer un globo inverosímil cuyo destino estaba en alturas celestiales, más allá de la imaginación.