Se piensa con frecuencia que la cultura de las urbes es mejor que la provinciana. Es una falacia arrogante. Son culturas diferentes, la primera sofisticada y la segunda raizal.
La cultura es el conjunto de experiencias, conocimientos, sensaciones, creencias, costumbres, alimentos, paisajes, sonidos, historias, tradiciones que los hombres recibimos del medio en que nacemos y crecemos, se incorporan en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, y conforman nuestra naturaleza espiritual, emocional e intelectual. Hace algún tiempo alguien dijo que cultura es todo lo que una persona recibe por medios no genéticos.
El color de la piel y de los ojos son factores genéticos, no son cultura. La música que escuchamos o interpretamos, las cosas que comemos, las montañas, las llanuras y los ríos que nos rodean, la ropa que nos ponemos, la historia que narramos, los hechos que nos precedieron, las verdades que aceptamos, las ideas que rechazamos, los hábitos y costumbres que practicamos, los ideales que queremos alcanzar sí lo son.
Valores, como la honradez, la laboriosidad, la solidaridad también forman parte de la cultura.
Se piensa con frecuencia que la cultura de las urbes es mejor que la provinciana. Es una falacia arrogante. Son culturas diferentes, la primera sofisticada y la segunda raizal. Inclusive la cultura en las ciudades, contaminada por influencias externas, puede ser menos autóctona que en los pueblos.
Otros argumentan que en la ciudad hay mejores colegios, universidades, bibliotecas y museos. Tampoco es válido porque no puede confundirse instrucción con cultura. Es verdad que las regiones y los pueblos merecen una educación de mejor calidad, pero éste es otro problema.
Preguntémonos ahora cómo están la cultura y los valores en nuestros pueblos.
Están en alto riesgo porque las influencias foráneas que llegan a la ciudad también llegan a la provincia, pocas veces se reacciona a tiempo contra ellas, se les da cabida en la vida diaria y no se defiende lo nuestro, por facilismo, por descuido o por ignorancia.
Las drogas nocivas no son un flagelo exclusivo de las ciudades, penetran los cuerpos y las almas de los jóvenes en los pueblos, causándoles daños para toda la vida. El micro tráfico de estupefacientes poco a poco va convirtiéndose también allá en un flagelo, con toda su carga de violencia y corrupción.
Igual sucede con la prostitución que afecta a jóvenes de ambos sexos y que los degrada como seres humanos. Y las cadenas de ignorancia y pobreza que atan a la gente por generaciones, sin poder romperse.
Muchos jóvenes se dejan llevar por el consumismo y la comodidad, abandonando o descuidando el trabajo, en particular el trabajo agricultor, que tanto se necesita. Ignoran u olvidan que deben prepararse para el futuro. Piensan que el camino correcto es el dinero rápido y fácil. Que en realidad es el más ilusorio y el más peligroso.
Nuestras costumbres, nuestras tradiciones caen en el mercantilismo, y se convierten en un seudofolclorismo que las hace perder su espíritu. Eso sucede, por ejemplo, cuando un festival de la trova se vulgariza. Igual, cuando se desfiguran y trivializan los oficios y los personajes tradicionales que forjaron nuestra esencia, como el colonizador, el minero o el arriero. En lugar de mantener vivos y actuantes los valores que ellos encarnaron.
La migración de los pueblos a las ciudades, movida por el deseo legítimo de conseguir mejores condiciones de vida, ha llevado a que muchos pierdan el contacto con su pueblo. Centenares de miles de antioqueños provincianos han llegado a Medellín con sus capitales y su capacidad de trabajo. Han aportado mucho al desarrollo de la urbe, pero se lo negaron a su cuna. Los lazos deberían mantenerse.
Que esta nota constituya un llamado de atención a nuestras autoridades, a nuestros líderes, a las familias, a la sociedad en general para cuidar nuestra esencia y nuestros principios, porque de ellos depende el futuro.