Cuando todavía no ha terminado la noche

Autor: Daniel Grajales Tabares
14 mayo de 2017 - 06:00 PM

Jesús Abad Colorado sabe que aún no se acabado la guerra, que aún no ha terminado la noche. Este fotógrafo antioqueño tiene abierta al público la exposición En la piel del otro en la Galería de la Oficina, una muestra centrada en la inocencia que ha capturado en los rostros de los colombianos que han vivido el conflicto. 

Medellín

 

San Carlos, Antioquia. 
Ahí comienza la historia. 


Parecería mentira que una novicia peque (o se deje tentar) entre caminos empedrados, suena a utopía que el enamoramiento le llegue entre esas trochas donde la luna se asoma y se esconde sin espera. 


Josefa López fue novicia durante tres años, el hábito lo lució antes de que la idea de casarse la vistiera de blanco nuevamente. Fue profesora de San José, la vereda más lejana de San Carlos (Antioquia), porque, aunque sólo estudió hasta segundo de bachillerato, el latido de Dios la guió a enseñar a leer y escribir en geografías que a lo lejos parecen perderse entre el verde profundo de las montañas.  


Héctor Colorado era apenas un campesino. Después de verla, de cruzarse con ella entre el frío y el olor a tierra, a montaña, fue un campesino enamorado, para quien la vida se ratificó en que, más que título alguno, porque sólo estudió hasta tercero de primaria, tenía que ver con la felicidad. 


No fue alentador que la  tierra madre los viera partir. 


Como miles de hijos de la Colombia en conflicto, de la tierra en guerra, llegaron a la capital, todavía provinciana, una Medellín menos caótica que hoy, quién sabe si mejor que la de ayer. 


“Mi padre llegó a esta ciudad desplazado, a buscar empleo. Mi madre había sido maestra de escuela, llegó con cuatro hijos y una niña de crianza, cinco niños, y aquí nacimos tres”, dice el relator de la historia, el fotógrafo Jesús Abad Colorado, viajando en décadas por la memoria, con la calma de su tono sereno a la hora de hablar de sus padres Héctor y Josefa. 


La narración es propicia para relatar lo que es, porque tiene marcadas otras vidas, sin resurrección ni reencarnación, sólo se trata de su realidad, del secreto que a voces repite varias veces, sin descansar: “Soy una sumatoria de memorias”.

 

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Para entender por qué el discurso de sus fotos es más de poesía que de primera plana, porque más que las balas persiguió las sonrisas, primero hay que detenerse ante su humanidad, pero también ante su dolor. 


“Desde 1960 perdimos a mis abuelos y a un tío. Con el paso de los años perdimos a dos primos hermanos: uno desaparecido por el ejército, el otro por las Farc. Uno se llamaba León Urrea López y el otro Abelardo Galeano Colorado. La característica de ambos es que eran padres de familia, no era ni un acaudalado para que lo secuestraran, ni el otro un guerrillero para que lo asesinaran. Uno dejó cuatro hijos, el otro tres. También a una prima hermana me la fusiló la guerrilla de las Farc, entre Granada y San Carlos, después del año 2000”, dice, sin que la respiración siquiera se detenga, después no duda recalcar que  “nunca nos enseñaron a odiar, nunca nos enseñaron de venganza, sino que nos enseñaron de humanidad”. Los criaron “respetuosos de la Ley, no sólo hablando de la Ley como autoridad, sino como ideología”. 


Familia es una palabra escrita en sus ojos, en el obturador de su cámara, en el visor de su conciencia. También, su necesidad de comprender al otro se relaciona con la naturaleza, con el amor a la vida y hasta las tradiciones campesinas que los colombianos recogen de padres a hijos: “recuerdo que fue a mi papá fue al primero al que escuché hablar de sembrar en menguante, de cortar en menguante. En la casa nos enseñaron a respetar la vida, nunca pensé en tirarle una piedra a un pájaro”. 


Y el retrato familiar se expande, “mi hermana mayor, Martha, -sigue contando Jesús- siempre me enseñó a entender que los extremos ideológicos se juntan para justificar cualquier opción, que lo que lo diferenciaba a uno era la humanidad, ponerse en la piel del otro, para entender ese tipo de acciones, para entender a los civiles, que eso fue lo que finalmente me  enseñó la fotografía. Aprendí en casa, pero también de una señora de Medellín a la que respeto mucho: doña Fabiola Lalinde, y es que yo soy del partido de las mamás. No hay nada más humano que eso”. 

 

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Es el humanista detrás de la cámara, más que un fotógrafo que trabajó en medios de comunicación, más que una portada de revista o periódico. No importa que lo hayan secuestrado dos veces: una por nueve días, la otra durante tres. 


“No sólo hacia la fotografía del hecho noticioso de primera página, sino que veía la naturaleza, el grafiti, los espacios baleados, otras cosas que no eran normales en la repotería gráfica. Nunca aprendí a hacer montajes periodísticos, no me gusta manipular las escenas, es esa la característica de mis imágenes: poder hablar con honestidad. Si soy testigo y voy a dar un testimonio tengo que tratar de ser lo más fiel posible, eso de mi casa de aprender humanidad”. 


Aunque ha vivido por décadas el conflicto, hoy se dice “un ser humano más sensible, que puede dejar derramar las lágrimas mucho más fácil, no solamente ante las injusticias y los hechos que me causan indignación, sino frente al amor, al vuelo de una mariposa, frente a un amanecer o un anochecer. En una zona campesina, donde no hay luz eléctrica, debo conectarme con ese universo”. 


Cree que “en esos momentos de mayor oscuridad es cuando más tengo que abrir los ojos y el corazón, para percibir esa luz que muchas veces no vemos”. Lo dice olvidando sus dolores. Caminar el país le ha costado dos cirugías: una por desgaste de rodilla y otra por caídas que afectaron su mango rotador. 


“Uno no nace con el don de ver, ni con el don de pintar, uno se forma con una sumatoria de memorias que son de la casa, de la escuela y de la calle. Siempre traté de juntar en mi ejercicio dos palabras: ética y estética, para ver con dignidad, para ver con amor”. Un reportero no es solamente “una persona que va ocasionalmente a capturar momentos de la vida, o chispazos de fotografía, lo que está capturando es sentimientos. Hay una constancia durante los años de ver con humanidad. A veces me preguntan ‘¿cuál es la marca de su equipo?, ¿qué tipo de equipo utiliza?’ y siempre les digo: ‘humanidad’”.


En palabras del curador Alberto Sierra, quien soñó con la exposición En la piel del otro que hoy tiene abierta La Galería de la Oficina, “Jesús Abad tiene esa sugerencia de alguien huyendo. Son muchísimos ángulos, de un mismo tema, rico y sin límites, como el paisaje”. 

 

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Julián Posada, quien continuó la curaduría de la exposición después de la muerte de Sierra, cree que “el registro fotográfico de Jesús Abad no responde a ninguno de los actores del conflicto. El elemento más importante de su obra es ser la memoria del conflicto, llegar a los lugar a los que nadie llegó”. Pero no es llegar, es saber para qué, cómo y hasta dónde llegar: “Yo no hablo solamente de la tragedia. Estoy documentando a los campesinos, la geografía que habitan, la belleza de la tierra, que no es solamente un territorio para incluir lo rural o lo urbano, sino también esa geografía humana que tiene que estar contando una historia porque está inmersa en un territorio. Por eso miro las formas de las manos y los pies, las texturas de los árboles, el indígena que está el lado, encontrando que hay una simbiosis de cuerpo y territorio necesaria para poder narrar”. 


Entre niños que sonríen, así el dolor de la guerra los haga caminar descalzos, correr cargando sus animales domésticos; entre amores a través de una ventana, o la desdicha de mirarse al espejo para intentar maquillar un rostro que guste a quien pueda pagarlo, las fotos de Colorado solo reflejan el valor de la esperanza, “porque en ellas está la inocencia de la gente”, como explica Posada. 


Entonces, esa apología de lo bello que nace cuando otros mueren, ese dolor en el momento impreciso es su poesía visual enfocada “en un país donde muchas veces, en las regiones donde se vive con más fuerza el conflicto, los campesinos están cansados  de que su sueño sea intranquilo, que en medio de la noche alguien llegue para secuestrar un muchacho, para matarlos, para torturarlos. Recuperar el sueño es recuperar un proyecto de vida, los espacios que habitamos”. 


Entre registros a blanco y negro, con niños que cargan rifles y otros que huyen de la tierra en la que jugaban y sonreían, Jesús Abad muestra arquitecturas autóctonas que pierden su inmensidad ante el firmamento, sus fotos de casas con cielos estrellados “son hechas en menguante, cuando la luna se oculta, después de la luna llena, cuando vienen las noches más oscuras, y, en medio de la oscuridad, porque es cuando más podemos ver las estrellas, cuando las estrellas se convierten en guías, en bitácoras de campesinos, pescadores o pastores en medio del desierto”. 


Esos sueños fotográficos los comparte con Patricia (su compañera hace 30 años, desde que estudiaba Periodismo en la Universidad de Antioquia) y con Santiago, su hijo, quien se forma en Gastronomía, y su niña, Manuela, quien cursa el sueño de la Medicina. 


Sabe que “hemos vivido en un país cuyo sueño por muchos años estuvo en riesgo”, pero, entonces, reconoce que “todavía no ha terminado la noche” sin dejar de soñar, como lo dirían esas sonrisas de sus niños, de esos pequeños inocentes, “y es algo que me enseñaron mis padres y muchas de las víctimas con las que me he encontrado en Colombia: no podemos perder la esperanza de poder vivir en un país que sea mejor para todos. Eso no implica solamente a los factores armados, implica a un grupo de dirigentes de este país que todavía no han entendido que el ejercicio de la política no es un ejercicio para sus amigos o para ellos. Les reclamo altura ética, respeto por la memoria de los ausentes, pero también respeto por los millones de víctimas que hay en Colombia. Tenemos que aprender a ponernos, no solamente en los zapatos del otro, sino también en la piel, para empezar a contar sus historias”. 

 

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