En nuestra casa se solía conversar sobre los espíritus de los muertos que se adueñan de los cuerpos de los vivientes, de almas reencarnadas en animales, casas habitadas por duendes y sótanos frecuentados por demonios.
Isaac Bashevis Singer. En la corte de mi padre. Apartado, Por qué chillaban los gansos.
La infancia mirona y oyente
Nos construimos en la infancia siguiendo las leyes de la física, la química y la biología. La anterior es una frase del historiador Yuval Noah Harari, en la que la palabra mundo (la dicha por él) la he cambiado por niñez. Y hasta me atrevería a decir que mundo y niño son la misma cosa, pues realmente el niño es quien crea lo que son sus cielos y su tierra en la medida en que ocupa un espacio y se mueve (física), se transforma mezclando acciones y entenderes (química) y al fin se hace parte de la vida entrando a tener una historia y unas relaciones con otros (biología) que en principio son fantásticas y después, luego de conformar ese nosotros que lo construyó y construye, son su yo, su memoria, los pasos que da y las puertas que abre y no abre. El niño llega al mundo sin haber escogido raza, cultura, territorio, clase social o sociedad. Y al salir a lo que tiene aire y sol, árboles y aguas, casas y personas, comienza su aventura. En términos de Tony Judt (autor de la teoría de la historia como espiral), el siglo le aparece al niño en la casa, en las palabras de los padres, los objetos que hay a su alrededor y los rituales que se ejecutan para que los tiempos cambien. Ahí comienza su viaje de tormentas y de calmas, con brújula o sin ella, accidentándose y burlando escollos, soñando y no queriendo despertar. El niño es un barquito de papel que da vueltas, primero, en una ponchera. Y ya, cuando se rebosa el agua, salta y sigue su propia ruta. Y como sabe que se mueve (sea caminando o mirando), sale a curiosear.
Cuando el niño sale del vientre de su madre, al igual que los cachorros, es un cuestionador. Desde el primer momento se hace preguntas y toca, trata de entender lo no visto y busca comodidad: nada de lo que le rodea le es familiar, salvo el calor de la madre y el pezón que lo alimenta. Pero de ahí lo aíslan cada tanto y, entonces, sin importar que llore, lo empujan al descubrimiento. Y como en el relato de Colmillo Blanco (la novela de Jack London), va recibiendo información sobre lo que son las cosas, equivocándose al inicio. No todo es como es: lo que se mueve es un animal, así que se puede perseguir y coger. El fuego se mueve, pero intentar atraparlo quema. Y en todo este proceso de saber y clasificar, está el ver y el oír. Con los ojos cubre los espacios, con las orejas imagina que algo está pasando. Así que busca de donde viene el ruido y, cuando sabe la causa (la ve), le aparece la realidad, que no es una sino múltiple, como dice Humberto Maturana (el científico chileno), lo que implica que aún lo más concreto se puede imaginar. Y así, antes que saber, un niño es un imaginador, alguien que mira y oye y crea sus propias historias. Lástima la educación positiva, que acaba con esos imaginarios, diría, Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel de Literatura 1978. Este escritor nunca paró de mirar y de oír. Y de creer en lo que vio y oyó, así fuera puro teatro o sombras chinescas.
Una infancia en Yiddish
En Shosha, una de sus novelas más singulares, Bashevis Singer dice: “Yo fui educado en tres lenguas muertas -hebreo, arameo y yiddish (algunos consideran que ésta no es en absoluto una lengua)- y en una cultura que se desarrolló en Babilonia: el Talmud. (…) No estudiaba allí aritmética, geografía, física, química o historia sino las leyes que rigen a un huevo puesto en día de fiesta y a los sacrificios en un templo destruido hace dos mil años”. Y bueno, con algunas diferencias, esta es la vida que cuenta de niño en la calle Krochmalna, en Varsovia, de la que casi puede decirse que era una judería (un gueto) habitado por toda clase de personajes, muy seductores, porque habitaban todas las escalas humanas, desde las más ruines hasta las más santas. Así que no era raro que sobre el piso de un rabino sabio viviera una prostituta amancebada con un diablo, o en los bajos una mujer casada tres veces y con la habilidad de hablar con los ratones. Y en esta amalgama, de hombres y mujeres muy religiosos que convivían con locos y salidos de los sepulcros, místicos y rufianes, la vida de un niño que solo sabe religión y cumple con todos los preceptos, que habla con todos yiddish (un idioma sin gramática) y sabe y cumple con las 39 prohibiciones del shabat (más las anexas), es bastante interesante, sin que importe que a la madre se le pare el pelo cuando se entera de sus andanzas por el vecindario, que huele a aceite requemado y a cebollas.
Habitar en la lengua yiddish (de la que Bashevis Singer fue su último gran escritor), implica vivir por un mundo que contiene en cada palabra una manera de nombrar y recordar lo que ha pasado en la tierra. Y en esto que nombra y recuerda, aparecen la santidad y los dibbucks, las comidas simples y las especiales, los pecados susceptibles de perdón y los imperdonables, los gestos y las formas de las cosas, la versión del otro y la propia, lo que es leyenda y lo que no, lo que duele y alegra, lo que es y no es, lo permitido y lo prohibido, lo deseable y lo asqueroso. Y este hablar solo es posible con el oír y la mirada puesta de frente o trayendo a la memoria más palabras. Lo que se ve y oye es lo que se nombra y por esto se puede escribir, aun lo que no existe que, bien definido, termina existiendo. Es el caso del dragón y el unicornio, el de los diablos y la vida de los muertos, tan bien narrada en las películas de Tim Burton.
El niño que narra Isaac Bashevis Singer en En la corte de mi padre, es el niño que fue y ese que estuvo conservando a lo largo de su vida para no salir de su mundo, que al final fue el de sus novelas y cuentos. Una infancia en un espacio supersticioso (y caduco), dirá un erudito, pero demasiado rico y amplio para quien mira, se hace preguntas y sale a buscar respuestas. E imprescindible para un escritor que quiera narrar una cultura que contenga todo, incluyendo lo que no es cierto. Y esto de que esa infancia se haya dado en un barrio bajo donde su padre era un rabino que apenas ganaba con qué vivir y era visitado por gente que se quería divorciar o venía a preguntar si se podía comer un ganso que después de matado no dejaba de chillar, por una mujer que le permitía otra a su marido o alguien que buscaba quien le ayudara a casar a sus hijas antes de que estas se perdieran; visitado incluso por matones que buscaban quien los oyera sin pedirles arrepentimiento o por alguien que solo tenía hambre y quería seguir de largo luego de una sopa caliente, convierte la vida de un niño que oye y mira, que va por las calles y se asombra, que está en casa y se asombra más, en una infancia que linda permanentemente con lo más fantástico que hay en la condición humana, y que para el niño es un juego divertido.
El padre en Bashevis Singer
En la literatura hay muchas versiones del padre (Kafka, Brükner, Naipaul, Dostoievski) y pocas del mundo delirante y casi mágico que rodea a un padre que se comporta como un pequeño dios débil que no para de pelear con demonios y diablas de todos los calibres provenientes de todas las direcciones, estaciones y calles. Y este es el padre que narra Isaac Bashevis Singer, un ser estudioso, asustadizo, ortodoxo en sus creencias, elevado cuando mira por la ventana, al que le llegan a diario pecados, pedidos de salud, peticiones de milagros, aprendizaje de oraciones, mujeres desorientadas, hombres que buscan arrepentirse y al final cambian de opinión, vecinos que se reúnen a rezar, murmullos de lo que hacen los demonios en las escaleras, olores a gas y petróleo, muchachos desviados y muchachas que comienzan a descubrir que el cuerpo es algo más que manos y piernas para estar cubiertas. Un padre que cree en él y lo envía con recados, que le permite oír para que aprenda y que se asusta cuando descubre que su crío está leyendo libros profanos al escondido (traducciones al yiddish de escritores prohibidos, geómetras y herejes).
Y ese niño que quiere al padre y lo critica, que sabe que es menos inteligente que su madre y tiene menos pedigrí que ella, se mueve entra las palabras que escucha en su casa, que a más de las de la familia son las de todos los visitantes diarios, cada uno con un problema o una exaltación. Y ahí, en la corte del padre, el niño lee libros sagrados y estudia los vericuetos del Talmud y algunos de la cabalá, a la par que se entera de lo que dicen los periódicos y los grupos de socialistas que quieren ir a Rusia y a Palestina, que han dicho que D’s es una invención y lo que se hace frente a él solo es magia. Y como va de una casa a otra de la calle, se entera también de los oficios indecentes y de palabras que nunca debe dejar salir de la boca. Entonces, a la sombra del padre (que es como la higuera bíblica) se hace un mundo: el necesario para vivir 89 años (1902-1991), escribir novelas, cuentos y crónicas y al final, sufriendo ya de olvido, morirse sin darse cuenta. Como se mueren los niños.